Querida Shirley:
Las tardes de los miércoles solían ser para nosotras momentos de silencio. De reflexión. De palabras. Recuerdo que la biblioteca era como nuestro segundo hogar, un refugio en el que escondernos cuando todo lo demás se había venido abajo.
Cada miércoles nos encontrábamos en la biblioteca. Solíamos recorrernos los pasillos en busca del libro perfecto, y al encontrarlo, nos pasábamos horas con la cabeza entre las páginas. A veces era poesía. A veces aventuras. A veces amor. La cuestión es que eran palabras, y con eso nos bastaba.
Nunca sabías qué tipo de personas podías encontrarte allí. La gente iba y venía de aquel lugar. Pero había alguien que nunca se marchaba.
¿La recuerdas? La chica de cabello negro, ojos verdes y gafas de pasta, la que siempre llevaba una coleta alta con un par de mechones cayendo a ambos lados de su cara, la que alguna que otra vez nos recomendó libros que ahora recordaremos para siempre. La chica que vivía dentro de los libros. La chica que siempre tenía una sonrisa para aquel que la necesitara.
Ella lo ha sabido hoy. Miércoles. Decidí probar cómo se sentía el ir a aquel sitio, que había sido tan nuestro, ahora que no estás. Es amargo. No amargo como puede ser el zumo de limón, más bien como el café solo, negro, sin una pizca de azúcar. Nunca me ha gustado.
Esta vez no iba con intención de leer nada. Sólo quería recordar, y hacer que los recuerdos doliesen hasta no sentir nada en absoluto. Caminé por los pasillos y saqué nuestros libros de las estanterías. Leí las notas que habíamos dejado en ellos. Dolió. Pero aprendí algo de ello.
La chica de los libros estaba en el pasillo 3, junto a la estantería de poesía. Estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas y los ojos fijados en los versos de un fino libro de tapas color cobre. Cuando me sintió, alzó la mirada, y sonrió. Traté de sonreír y susurré un hola, mientras me sentaba a su lado.
“¿No viene contigo Shirley?”, preguntó en un murmullo. Siempre supe que conocías más a esa chica que yo, Shirley, pero nunca me contaste nada sobre vuestra amistad. Incluso ahora, sigues siendo una caja de sorpresas. “Se ha ido”, respondí, en el mismo tono. Las palabras también tenían ese sabor amargo.
Sus ojos se abrieron como signo de sorpresa, y se volvieron cristalinos. Tratando de que no lo notase, asintió y se limpió las pequeñas lágrimas que habían rodado por sus mejilas. Se levantó, se puso de puntillas y sacó un libro de la estantería. Cuando volvió a agacharse, me lo dio, y después me abrazó. “Vas a estar bien”, me susurró. “Tú también”, le respondí, con mi cabeza apoyada en su hombro.
Y ojalá llevemos razón.
Con cariño,
-Ariel