Querida Shirley:
Él fue el primero que sufrió tu impacto. A decir verdad, el segundo, pero no soy el centro de esta historia. A todos nos quitaste una parte de nosotros. Todos sabemos que esa parte no va a regresar.
Él era el chico que nos observaba en la cafetería. El de los ojos tan grises como un día de tormenta, tan grises como las nubes en día de lluvia. Solías mirarlo y sonreírle, tan solo porque te gustaba ver cómo se sonrojaba y, avergonzado, apartaba la mirada de nosotras. Después me mirabas y te reías. Yo bajaba los ojos hacia mi café, sin saber cómo aquello podía divertirte.
Porque aquel chico no me parecía tan sólo un pobre chaval tímido al que le gustaba observarnos. Si estuvieras aquí sé que te reirías de mí, con esa expresión tuya que decía lo mucho que me quedaba por aprender, pero aun así te lo diré. Para mí, el chico de los ojos grises era especial. Aun sin conocerlo podría decir de él que llevaba el arte corriendo por sus venas. Lo supe por el dorso de su mano manchado del grafito del lápiz, lo supe por los auriculares que le aislaban de todo, lo supe por el cuaderno desgastado que siempre estaba al lado de su taza de café. Y lo supe, Shirley, porque te miraba como si fueses poesía.
Dicen que no puedes querer a alguien sin conocerlo. Yo no le conocía. Él no te conocía. Creo que nosotros descartamos esa teoría.
Él lo supo tres días después, justo el día que supe que no ibas a volver. Tras aceptarlo, lloré, porque nunca he sido una persona fuerte, y a veces, cuando todo está borroso, necesito recurrir a las lágrimas para que limpien mis ojos y así poder verlo todo con claridad de nuevo. Sabrás que esa metáfora no es mía, porque siempre supiste que soy más de personificaciones e hipérboles.
Ese día, tras llorar tanto como me fue necesario, tras sollozar hasta quebrarme tanto la garganta como el corazón, me dirigí al café. Mis ojos estaban hinchados, rojos, el maquillaje destrozado corriendo por mis mejillas. Y ni siquiera me molesté en borrarlo. Quizá, si no lo hubiera hecho, él no lo habría sabido. Me senté en nuestra mesa, mirando hacia tu asiento con la cabeza ladeada como si algo no encajase, mientras algo en mi interior dolía cada vez más.
Él me observó, pero esta vez no le hice caso. Así que él se levantó, y sé que tuvo que hacer un gran esfuerzo para dirigirme la palabra, porque tú siempre te burlabas de él y temía que yo hiciera lo mismo. Pero yo no era tú. Y ese era el problema.
Apenas pronunció una frase completa y supe que te buscaba. Que te añoraba sin siquiera conocerte. “Se ha ido”, dije. Mi voz se quebró. Mi corazón se quebró. Creo que todo quebró en aquel momento. Él no fue una excepción.
En aquel momento, vi los ojos nublados del chico de los ojos grises estallar en tormenta.
Con cariño,
-Ariel