vii - el chico del tren.

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Querida Shirley:

Dos meses. Ha pasado mucho (demasiado) tiempo, ¿no crees? Ya casi no nos escribimos. ¿Qué es de ti? ¿Cómo van las cosas por tu exclusivo reino de felicidad? (Lo siento, hoy la ironía ha llamado a mi puerta y le he dado una bienvenida bastante calurosa.)

Aquí todo se desmorona. Mis ojeras van en aumento y ya no me limpio el maquillaje antes de irme a la cama. He dejado de hacerme ese peinado que tanto te gustaba y ahora con suerte me desenredo. Leo poemas tristes otra vez y pienso en ti todo el tiempo. Lloro bastante. No estarías orgullosa.

Quiero contarte otra historia, aunque he visto que ni la más desgarradora de ellas te hará volver a donde tanto te extrañamos. Suena egoísta, ¿no crees? Desde ambas partes. La mía por querer romperte hasta que caigas de nuevo en este lugar. La tuya por haber roto tanto a tu paso.

Pero tenías que anteponerte a los demás por una vez. Y lo entiendo. Pero que lo entienda no quiere decir que no siga sintiendo un agujero negro en el lugar donde una vez sonaba tu risa.

La historia de hoy tiene como protagonista al chico de cabello negro despeinado y ojeras más profundas que el mar que eran sus ojos azules. No sé por qué te doy detalles. Si lees esto siquiera ya tendrás su imagen en tu cabeza. ¿Acaso lees lo que te escribo, Shirley? (Dejo un silencio para tu respuesta, esa que nunca llega.)

Aquel chico no dibujaba, ni escribía, ni nos llevaba café a la mesa ni llevaba el pelo teñido de un color diferente cada vez que te volvías un segundo. O quizá un par de cosas de estas fueran ciertas, pero nunca lo supimos. Sin embargo, aquel chico tenía algo. Viajaba mucho y por nuestra misma línea. Lo veíamos a menudo. Y cada vez que nos lo cruzábamos, sin contar una sola excepción, tenía una sonrisa para cada persona rota del vagón.

No importaba cuán pronunciadas estuviesen sus ojeras aquel día, ni lo mucho que pudiera llevar a sus espaldas, ni lo cansadas y temblorosas que pudiesen parecer sus rodillas. Estaba allí para quien lo necesitase.

No sé si fui lo suficientemente él contigo, Shirley, ni sé si fue esa una de las cosas que te hicieron marcharte. Sea o no, sé al menos que me culparé de tu ausencia mientras te recuerde. Veré rastros de culpa sobre mi hombro cada vez que debí dejarte llorar en él y cada vez que lo hice. En las librerías, en los trenes y en las tiendas de música. No has dejado un sitio sin invadir.

¿Recuerdas esa vez que perdiste los papeles? Nunca te había visto llorar tanto. Tu llanto apenas era audible, pero las lágrimas corrían por tus mejillas y creo que te estaban ahogando. Nos estaban ahogando. No sabía qué hacer. Volvíamos de algún sitio que no puedo recordar y la gente te miraba en la estación y quise gritarles que se metieran en sus propios asuntos y te puse la mano en la espalda y te miré con tristeza y traté de abrazarte pero creo que eso no fue suficiente.

Ya sabes, las lágrimas suelen dejarme muda. Pero eso no fue excusa. Ni siquiera sabía cuál era la razón para que estuvieses así. Simplemente habías estallado y todo estaba lleno de duda y miedo y rímel estropeado.

Nos subimos en el tren y él estaba sentado junto a una mujer que leía, perdida en otro mundo. Yo trataba de consolarte y nada parecía funcionar. Y a ojos de otros parece extraño que aquel desconocido se acercase a preguntarte, pero en aquel momento todo era desesperación así que no vi otro remedio. Te dirigió una mirada llena de comprensión como nunca había visto antes en personas que miran a alguien que no conocen por primera vez y te preguntó cuál era el problema, o qué ocurría, o algo que no llego a recordar. No contestaste y quien calla otorga. Te sonrió y dijo algo que para mí sonó como un "todo va a salir bien", a pesar de que dijo mucho más que eso.

Sonreíste. Él volvió a su sitio y se bajó en la siguiente parada.

No sabía cómo sentirme. Te miré y me sonreíste y quise preguntarte cuáles habían sido las palabras mágicas de aquel chico para sacarle a ese torrente de lágrimas una sonrisa tan preciosa, pero te abracé y no dije nada. En lugar de preguntarte a ti, me pregunté a mí misma qué estaba mal conmigo. Habías explotado y no había podido hacer nada contra ello. Era inútil.

Con el tiempo he llegado a desarrollar una pequeña teoría que puede o no ser cierta. Creo que a veces las palabras con buenas intenciones de conocidos se desgastan con el tiempo, y dejas de creerlas. Creo que a veces lo que necesitamos es que alguien nos recuerde a ciegas lo mucho que valemos y que nos merecemos sonreír. Quizá era esa una de las sensaciones que buscabas al irte. Quiero pensar que no y que mis palabras recuperaron su valor en algún tramo del camino, aunque no fuese el mismo que solían tener.

No supe hacer que dejaras de llorar y ahora yo estoy llorando. No quiero hacerte sentir culpable aunque sé que no lo hago, pero estoy llorando y tú no puedes hacer nada para evitarlo, así que técnicamente esto es un empate.

(Ni tú ni nadie puede evitarlo, para ser justos.)

No he vuelto a verle, por si te lo preguntabas. A veces me lo imagino cogiendo un tren a una hora a la que yo estoy demasiado cansada como para moverme y mirando por la ventanilla. Esta vez no tiene ojeras y su pelo está un poco más decente. Cuando lo imagino, en sus ojos hay ahora una pizca de ilusión que antes el gris estaba tapando. Creo que alguien le ha recordado hoy lo mucho que vale.

Espero que haya encontrado el papel que dejé en el vagón. O que lo haya encontrado otro y haya creído que era para él. Sólo espero haberle hecho sonreír, a él o a quien sea, para saldar mi deuda con el universo de aquel día en el que no pude volver a encender tu luz.

Y por esas veces que vas a brillar sin que yo esté allí para verlo.

Con cariño,

-Ariel.

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⏰ Última actualización: Jul 24, 2015 ⏰

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