Querida Shirley:
Ya van treinta días. Cada uno de ellos ha sido como las siguientes páginas de un libro que después de la marcha de su personaje ya no tiene sentido.
Creo que lo que necesito es ir a los lugares que solíamos visitar juntas, para hacerme a la idea de que ese hueco que ha quedado a mi lado, donde tú solías estar sonriéndome, no va a volver a llenarse. Eso he estado haciendo, ya te habrás dado cuenta. La cafetería, la librería. Hoy he ido a la tienda de música de la Calle 82.
Por si te lo preguntas, sí, la tienda sigue teniendo ese mismo aire a los ochenta. Aún suena esa pequeña campanita al entrar, aún te inunda el olor a antiguo cuando cruzas la puerta. Aún me quedo asombrada al ver tantos discos y camisetas de grupos juntas, aunque hayamos estado allí unas cien veces. Aún me pongo de puntillas para alcanzar los discos de nuestro grupo favorito, aún miro cada portada de cada disco con detalle, aún leo los títulos de las canciones uno por uno.
Y, por si también te lo preguntas, ella sigue allí. La dependienta, aquella chica de cabello multicolor con la que a veces hablabas mientras yo seguía mirando los discos. Ella sigue llevando su chaqueta vaquera, que está cada día más desgastada, y sigue poniéndole parches en los sitios donde no hay ningún agujero. Pero su cabello ya no es rosa. Ahora es de un rojo fuego, y le llega a la altura de la barbilla. Creo que te hubiera gustado verlo.
Cuando he ido hoy, la música de tu grupo favorito seguía sonando por los altavoces. Si te soy sincera, Shirley, me costó trabajo retener las lágrimas, porque música menos tú no tiene un buen resutado. Pero al final lo conseguí.
Ella estaba detrás del mostrador, con los pies sobre este y con los ojos clavados en una revista que tenía entre las manos. Subió la mirada al escuchar la campana de la entrada y me saludó con una sonrisa, que yo me esforcé en devolver. Después, siguió con su lectura.
Mientras la chica de la tienda leía, yo volví a recorrer nuestras estanterías favoritas, sin dejar ni un solo disco por mirar. Al final decidí llevarme uno de nuestro grupo, y quizá no fue muy inteligente por mi parte, pero, por mucho tiempo que falte, te extraño.
Me puse de puntillas, como había hecho mil veces antes (la diferencia es que esas mil, tú estabas conmigo) y estiré el brazo. Por alguna razón que desconozco, esta vez no llegué a alcanzar el disco. La chica del mostrador se dio cuenta y vino a ayudarme (normalmente solías hacerlo tú).
Murmuré un gracias y ella sonrió. “¿Es para ella?”, preguntó, en esa voz animada con la que siempre la escuchaba hablar contigo. Decidí que era para ti y asentí con la cabeza. Ella no me preguntó por ti. Pero recordé esos días en los que habías llorado en aquella tienda y ella había hecho sonar tus canciones por los altavoces. Recordé cómo te sonreía y cómo te abrazaba. Recordé que, para ti, ella no era la chica de la tienda de música. Era mucho más.
No sé si está bien o mal, pero creí que debía saberlo. Y se lo dije en un susurro, cuando estaba frente a ella en el mostrador. Creo que para ella fue como si estuviera en una caída libre y al decírselo hubiese chocado contra el suelo. Podía oír su respiración entrecortada, y las lágrimas rodaron con libertad por sus mejillas.
“Lo siento”, dijo, y noté algo en su voz que se rompía. Entró en la pequeña habitación de detrás de la tienda y no volvió a salir, así que dejé el dinero sobre el mostrador y salí a la calle.
Volviendo a mi casa recordé tu canción. Aquella que habías compuesto. Recordé cada una de las notas y cada una de tus palabras, y los recuerdos se me clavaron como un cuchillo.
Y, como ella, dejé que mis lágrimas brotaran libremente, por dos razones. La primera fue que estaba lloviendo, y las lágrimas se confundían con las gotas. Y, la segunda, que ya no me importa que la gente me vea llorar.
Porque te has ido. Lo demás no importa.
Con cariño,
-Ariel
P.D: Esta vez es un paquete y no un sobre. Dentro está tu disco. Creo que es el único que te faltaba.