VII-MARCELA

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Por una especie de pudor evitábamos siempre hablar de los objetos más simbólicos de nuestra obsesión. Así, la palabra huevo fue tachada de nuestro vocabulario y nunca hablamos del interés que teníamos el uno por el otro y aún menos de lo que representaba Marcela para nosotros. Pasamos todo el tiempo de la enfermedad de Simona en una recámara, esperando el día en que pudiésemos regresar con Marcela, con la misma impaciencia que en la escuela esperábamos la salida de clases y, sin embargo, nos contentábamos con hablar vagamente del día en que pudiéramos regresar al castillo. Preparamos un cordel, una soga con nudos y una sierra de metal que Simona examinó con el mayor interés, mirando con atención cada uno de los nudos de la soga. Encontré las bicicletas que había escondido bajo la maleza el día de la caída y engrasé con todo cuidado las piezas, los cojinetes, las ruedeci- llas dentadas, además coloqué un calzapiés sobre mi [66] bicicleta para poder llevar a una de las muchachas detrás de mí. Nada sería más fácil, al menos provisionalmente, que Marcela viviera como yo, secretamen- te, en la recámara de Simona. Nos veríamos obligados a acostarnos los tres en la misma cama (también usaríamos necesariamente la misma tina, etc.).

Pasaron en total seis semanas antes de que Simona pudiera seguirme en bicicleta hasta el sanatorio. Como la vez anterior, salimos durante la noche: yo seguía sin dejarme ver durante el día y teníamos razones suficientes para no desear atraer la atención. Tenía prisa por llegar al lugar que, confusamente, consideraba como 'castillo encantado',gracias a la asociación de las palabras casa de salud y castillo, el recuerdo de la sábana fantasma y la impresión que producía una mansión tan grande y silenciosa durante la noche, poblada de locos. Cosa extraña: me parecía sobre todo que iba a mí casa, pues en ningu- na otra parte me sentía cómodo. Esa fue la impresión que tuve cuando salté la tapia del parque y el gran edificio apareció delante nuestro, entre árboles muy grandes; sólo la ventana de Marcela estaba aún encendida y abierta de par en par; con los guijarros de una avenida golpeamos su ventana y la muchacha nos reconoció de inmediato obedeciendo a la señal que le hicimos colocando un dedo sobre la boca; le enseñamos también la soga con los nudos para que comprendiese lo que pensábamos hacer. Le lancé el cordel lastra-[67]do con una piedra, y ella me lo devolvió después de haberlo amarrado detrás de un barrote. No hubo ninguna dificultad, pudimos izar la soga, Marcela la ató a un barrote y logré trepar hasta la ventana.

Cuando la quise abrazar, Marcela retrocedió. Se contentó con mi- rarme con atención infinita mientras yo limaba uno de los barrotes; le dije en voz muy baja que se vistiera para seguirnos, porque no tenía más vestido que una bata de baño. Me dio la espalda y se puso medias de seda color carne sobre las piernas, las sujetó a un liguero con listones carmesí, que realzaban su culo de una pureza de forma y de una finura de piel excepcionales. Seguí limando, ya cubierto de sudor por el esfuerzo y por lo que veía. Marcela, siempre de espaldas, cubrió con una blusa sus lisas y alargadas espaldas, cuya línea recta terminaba admirablemente en el culo cuando subía un pie sobre la silla. No se puso calzones, sólo una falda de lana gris plisada y un suéter a cuadri- tos negros, blancos y rojos. Así vestida, y calzada con zapatos de tacónbajo, regresó a la ventana y se sentó muy cerca de mí, tanto que podía acariciarme la cabeza, sus hermosos cabellos cortos, totalmente lacios y tan rubios que parecían más bien pálidos; me veía con afecto y parecía conmovida por la muda alegría con que yo la miraba.

-Podremos casarnos, ¿no es cierto?, me dijo por fin, amansándose poco a poco; aquí se está muy mal, se sufre... [68]

Jamás se me hubiera entonces siquiera ocurrido que no dedicaría el resto de mi vida a esa aparición tan irreal. Se dejó besar durante largo tiempo en la frente y en los ojos, y una de sus manos resbaló por casualidad sobre mi pierna y, mirándome con los ojos muy abiertos, me acarició antes de retirarla, por encima del traje, con un gesto ausente.

Después de mucho trabajar, logré limar el inmundo barrote; al ter- minar, lo aparté con todas mis fuerzas, dejando un espacio suficiente para que ella pudiera pasar. Pasó, en efecto, y la hice descender ayu- dándola por abajo, lo que me obligaba a verle la parte superior del muslo y hasta tocarla para sostenerla. Cuando llegó al suelo, se acurru- có entre mis brazos y me besó en la boca con todas sus fuerzas, mien- tras Simona, sentada a nuestros pies, con los ojos húmedos de lágri- mas, le estrechó las piernas con las dos manos, le besó las corvas y los muslos, limitándose primero a frotar su mejilla contra ella; pero sin poder contener un gran sobresalto de gozo terminó abriéndole el cuerpo y colocando sus labios en ese culo que devoró ávidamene.

Advertimos, sin embargo, que Marcela no comprendía absolutamen- te nada de lo que le pasaba y que era incapaz de diferenciar unasituación de otra; sonreía imaginando la sorpresa del director del 'castillo encantado' cuando la viera pasearse en el jardín con su mari- do. Apenas se daba cuenta de la existencia de Simona, a la [69] que a veces tomaba riendo por un lobo, a causa de sus cabellos negros, de su mutismo y también porque de repente encontró la cabeza de mi amiga colocada dócilmente contra su muslo, como la de un perro que acabara de reclinar el hocico sobre la pierna de su amo. Cuando le hablaba del 'castillo encantado', comprendía bien, sin pedirme explicaciones, que se trataba de la casa donde por maldad la habrían encerrado y, cada vez que pensaba en ella, el terror la apartaba de mí como si hubiera visto pasar algo entre los árboles. Yo la miraba con inquietud y como ya entonces tenía el rostro duro y sombrío, le causé miedo; casi de inmediato me pidió que la protegiese cuando regresase el Cardenal.

Estábamos tendidos a la luz de la luna, a las orillas de un bosque, deseando descansar un poco a mitad del viaje de regreso y, sobre todo, besar y mirar a Marcela.

-¿Quién es el Cardenal?, le preguntó Simona.

-El que me encerró en el armario, dijo Marcela.

-¿Pero por qué es un Cardenal?, grité.

De inmediato respondió: porque es el cura de la guillotina.

Recordé entonces el miedo terrible que le causé a Marcela cuando salió del armario y, en particular, dos cosas atroces: llevaba sobre la cabeza un gorro frigio, accesorio de refajo de un rojo enceguecedor; además, debido a las cortadas que me hizo una joven a la que habíaviolado, mi ros-[70]tro, mis ropas y mis manos estaban totalmente manchadas de sangre.

El Cardenal, cura de la guillotina, se confundía en el terror de Marce- la, con el verdugo manchado de sangre y tocado con el bonete frigio: una extraña coincidencia de piedad y repugnancia por los sacerdotes explicaba esta confusión que para mí permanece vinculada a mi dureza real y al horror que siempre me inspira la necesidad de mis acciones. [71]

Historia del ojo Georges batailleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora