Bruscamente animados por un movimiento a la vez simultáneo y contrario se habían unido dos globos de consistencia y grosor semejan- tes: uno, el testículo blanco del toro, había entrado en el culo 'rosa y negro' de Simona, desnudado ante la muchedumbre; el otro, el ojo humano, había saltado fuera del rostro de Granero con la misma fuerza que sale del vientre el bulto de las entrañas. Esta coincidencia, ligada a la muerte y a una especie de licuefacción urinaria del cielo, nos acercó por vez primera a Marcela, desgraciadamente por un momento muy corto y casi inconsistente, pero con un brillo tan turbio que me adelan- té con paso sonámbulo como si fuese a tocarla a la altura de los ojos.
Al cabo de un momento todo volvió a su aspecto habitual, interrum- pido, después de la muerte de Granero, por obsesiones encegadoras. Simona estaba de tan mal humor que le dijo a Sir Edmond que no se quedaría ni un día más en Madrid; le [88] interesaba mucho Sevilla, a causa de su reputación de ciudad de placeres.
Sir Edmond, que se embriagaba de placer satisfaciendo los caprichos del 'ser más angélico y simple que haya existido en la tierra', nos acompañó a Sevilla al día siguiente. Allí tuvimos una luz y un calor aún más delicuescentes que en Madrid; además, una excesiva abundancia de flores en las calles, geranios y adelfas, que acababan de enervar los sentidos.
Simona se paseaba desnuda bajo un vestido blanco, tan ligero que podía adivinarse su liguero rojo bajo la tela y hasta, en determinadasposiciones, su pelambre. Hay que agregar también que en esta ciudad todo contribuía a darle brillo a su sensualidad, al grado que cuando pasábamos por las tórridas calles, veía a menudo cómo las vergas tensaban los pantalones.
En realidad no dejábamos de hacer el amor. Evitábamos el orgasmo y visitábamos la ciudad, única forma de no tener mi miembro sumergido interminablemente dentro de su 'estuche'. Solamente aprovechábamos las ocasiones propicias durante los paseos. Dejábamos un lugar propi- cio con el único objetivo de buscar otro. Una sala vacía de museo, una escalera, una avenida de jardín rodeada de altos arbustos, una iglesia abierta -en la noche, en las calles desiertas-. Caminábamos hasta no encontrar algo semejante y apenas veíamos el lugar, yo abría el cuerpo de la joven, levantándole una pierna y de un solo golpe hacía entrar como dardo mi verga hasta el fondo de su culo. Unos momentos después [89] sacaba, todo humeante, mi miembro de su 'establo' y reiniciábamos el paseo. Por lo general, Sir Edmond nos seguía de cerca con el propósito de sorprendernos: se ponía color de púrpura, pero nunca se aproximaba. Si se masturbaba lo hacía discretamente, no por reserva, es verdad, sino porque todo lo hacía aislado, de pie y en una rigidez casi absoluta, y contrayendo terriblemente los músculos.
-Esto es muy interesante, nos dijo un día, mostrándonos una igle- sia. Es la iglesia de Don Juan.
-¿Y qué?, contestó Simona.
-Usted quédese aquí, conmigo, respondió Sir Edmond dirigiéndose primero a mí; usted, Simona, debería entrar a la iglesia sola.-¿Por qué?
Fuera o no comprensible, la curiosidad la hizo entrar y nosotros la esperamos en la calle.
Cinco minutos después, Simona reapareció en el umbral de la iglesia. Nos quedamos como estúpidos: no sólo se moría de risa, sino que no podía ni hablar, ni dejar de reír, tanto, que mitad por contagio y mitad por la violencia de la luz, yo comencé a reír como ella y, hasta cierto punto, Sir Edmond.
-Bloody girl, dijo este último. ¿No puede usted explicarnos por qué ríe? Estábamos justo sobre la tumba de Don Juan.
Y riendo con todas sus ganas, nos mostró, bajo nuestros pies, una gran placa funeraria de cobre. Era la tumba del funda-[90]dor de la iglesia, de quien se dice que era el propio Don Juan: arrepentido, se había hecho enterrar junto al umbral para ser hollado por los fieles que entran o salen de la iglesia.
Pronto la crisis de risa redobló: a fuerza de reír, Simona había orina- do ligeramente y un pequeño hilo de orina había recorrido sus piernas y caído sobre la placa de cobre.
Constatamos otro efecto de este accidente: la ligera tela del vestido se había mojado y adherido al cuerpo totalmente transparente, dejando ver el hermoso vientre y los muslos de Simona de manera particular- mente impúdica; negro entre los listones rojos del liguero.
-Entremos a la iglesia, dijo Simona con un poco más de calma. Ya se secará.Entramos de repente en una gran sala donde Sir Edmond y yo bus- camos en vano el cómico espectáculo que la muchacha no había podido explicar.
La sala era relativamente fresca y estaba iluminada por unas venta- nas cubiertas de cortinas de cretona rojo vivo y transparente. El techo era de madera artesonada y labrada, los muros encalados pero ornados de diferentes objetos sacros más o menos dorados. El fondo estaba ocupado, desde el piso al techo, por un altar y por un gigantesco remate de altar de estilo barroco en madera dorada. A fuerza de ornamentos retorcidos y complicados, este altar, que evocaba a la India, con sus sombreados profundos y sus resplandores de oro, me pareció misterioso y destinado para el amor. A la derecha e izquierda de la [91] puerta estaban colgados dos célebres cuadros de Valdés Leal que representaban cadáveres en descomposición: cosa notable, en la órbita ocular de uno de ellos se veía entrar una rata. Pero nada en el conjunto parecía cómico.
Al contrario era suntuoso y sensual: el juego de sombras y la luz de las cortinas rojas, la frescura y un fuerte olor especiado de las adelfas en flor, junto al vestido pegado al pelambre de Simona, todo me excitaba a desnudar el culo de Simona sobre las baldosas, cuando, cerca de un confesionario, descubrí los pies calzados de seda negra de una penitente.
-Quiero verlos salir, dijo Simona.
Se sentó cerca de mí, no lejos del confesionario, y me tuve que con- tentar con acariciarle el cuello, la nuca y la espalda con mi verga. Seexcitó tanto que me dijo que si no me guardaba el miembro en el pantalón, me masturbaría hasta hacerlo descargar.
Tuve que sentarme y contentarme con mirar la desnudez de Simona a través de la tela mojada, y en ocasiones al natural porque secaba sus muslos mojados, levantándose el vestido.
-Ya verás, me dijo.
Esperé pacientemente el final del enigma. Tras una larga espera, una mujer morena, muy bella y joven, salió del confesionario con las manos unidas y con el rostro pálido y extático: con la cabeza echada hacia atrás y los ojos en blanco, atravesó la sala con pasos lentos, como espectro de ópera. Era tan inesperado que tuve que [92] apretar las piernas con violencia para no reír; la puerta del confesionario se abrió y entonces apareció un nuevo personaje, un sacerdote rubio, muy joven, muy bello, con un largo rostro enjuto y los pálidos ojos de un santo; mantenía los brazos cruzados sobre el pecho y permanecía de pie junto al umbral del armario, con la mirada alzada al techo como si una aparición celeste pudiera hacerlo levitar.
El sacerdote avanzó como la joven y hubiera desaparecido también sin decir nada si Simona, para mi gran sorpresa, no lo hubiese detenido bruscamente. Una idea increíble se le había ocurrido: saludó al visiona- rio y le pidió confesión.
El sacerdote, inmerso en un éxtasis, señaló apenas el confesionario con aire distante, entró en el armario y cerró la puerta dulcemente, tras él, sin decir palabra. [93]
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Historia del ojo Georges bataille
Romansapuede decirse sin temor que Historia del ojo es la obra maestra de la literatura erótica. en ella confluyen, por un lado, la mejor prosa en clave surrealista de este gran novelista, ensayista y poeta francés y, por otro, la escénica de su obsesiva p...