XI-BAJO EL SOL DE SEVILLA

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Bruscamente animados por un movimiento a la vez simultáneo y contrario se habían unido dos globos de consistencia y grosor semejan- tes: uno, el testículo blanco del toro, había entrado en el culo 'rosa y negro' de Simona, desnudado ante la muchedumbre; el otro, el ojo humano, había saltado fuera del rostro de Granero con la misma fuerza que sale del vientre el bulto de las entrañas. Esta coincidencia, ligada a la muerte y a una especie de licuefacción urinaria del cielo, nos acercó por vez primera a Marcela, desgraciadamente por un momento muy corto y casi inconsistente, pero con un brillo tan turbio que me adelan- té con paso sonámbulo como si fuese a tocarla a la altura de los ojos.

Al cabo de un momento todo volvió a su aspecto habitual, interrum- pido, después de la muerte de Granero, por obsesiones encegadoras. Simona estaba de tan mal humor que le dijo a Sir Edmond que no se quedaría ni un día más en Madrid; le [88] interesaba mucho Sevilla, a causa de su reputación de ciudad de placeres.

Sir Edmond, que se embriagaba de placer satisfaciendo los caprichos del 'ser más angélico y simple que haya existido en la tierra', nos acompañó a Sevilla al día siguiente. Allí tuvimos una luz y un calor aún más delicuescentes que en Madrid; además, una excesiva abundancia de flores en las calles, geranios y adelfas, que acababan de enervar los sentidos.

Simona se paseaba desnuda bajo un vestido blanco, tan ligero que podía adivinarse su liguero rojo bajo la tela y hasta, en determinadasposiciones, su pelambre. Hay que agregar también que en esta ciudad todo contribuía a darle brillo a su sensualidad, al grado que cuando pasábamos por las tórridas calles, veía a menudo cómo las vergas tensaban los pantalones.

En realidad no dejábamos de hacer el amor. Evitábamos el orgasmo y visitábamos la ciudad, única forma de no tener mi miembro sumergido interminablemente dentro de su 'estuche'. Solamente aprovechábamos las ocasiones propicias durante los paseos. Dejábamos un lugar propi- cio con el único objetivo de buscar otro. Una sala vacía de museo, una escalera, una avenida de jardín rodeada de altos arbustos, una iglesia abierta -en la noche, en las calles desiertas-. Caminábamos hasta no encontrar algo semejante y apenas veíamos el lugar, yo abría el cuerpo de la joven, levantándole una pierna y de un solo golpe hacía entrar como dardo mi verga hasta el fondo de su culo. Unos momentos después [89] sacaba, todo humeante, mi miembro de su 'establo' y reiniciábamos el paseo. Por lo general, Sir Edmond nos seguía de cerca con el propósito de sorprendernos: se ponía color de púrpura, pero nunca se aproximaba. Si se masturbaba lo hacía discretamente, no por reserva, es verdad, sino porque todo lo hacía aislado, de pie y en una rigidez casi absoluta, y contrayendo terriblemente los músculos.

-Esto es muy interesante, nos dijo un día, mostrándonos una igle- sia. Es la iglesia de Don Juan.

-¿Y qué?, contestó Simona.

-Usted quédese aquí, conmigo, respondió Sir Edmond dirigiéndose primero a mí; usted, Simona, debería entrar a la iglesia sola.-¿Por qué?

Fuera o no comprensible, la curiosidad la hizo entrar y nosotros la esperamos en la calle.

Cinco minutos después, Simona reapareció en el umbral de la iglesia. Nos quedamos como estúpidos: no sólo se moría de risa, sino que no podía ni hablar, ni dejar de reír, tanto, que mitad por contagio y mitad por la violencia de la luz, yo comencé a reír como ella y, hasta cierto punto, Sir Edmond.

-Bloody girl, dijo este último. ¿No puede usted explicarnos por qué ríe? Estábamos justo sobre la tumba de Don Juan.

Y riendo con todas sus ganas, nos mostró, bajo nuestros pies, una gran placa funeraria de cobre. Era la tumba del funda-[90]dor de la iglesia, de quien se dice que era el propio Don Juan: arrepentido, se había hecho enterrar junto al umbral para ser hollado por los fieles que entran o salen de la iglesia.

Pronto la crisis de risa redobló: a fuerza de reír, Simona había orina- do ligeramente y un pequeño hilo de orina había recorrido sus piernas y caído sobre la placa de cobre.

Constatamos otro efecto de este accidente: la ligera tela del vestido se había mojado y adherido al cuerpo totalmente transparente, dejando ver el hermoso vientre y los muslos de Simona de manera particular- mente impúdica; negro entre los listones rojos del liguero.

-Entremos a la iglesia, dijo Simona con un poco más de calma. Ya se secará.Entramos de repente en una gran sala donde Sir Edmond y yo bus- camos en vano el cómico espectáculo que la muchacha no había podido explicar.

La sala era relativamente fresca y estaba iluminada por unas venta- nas cubiertas de cortinas de cretona rojo vivo y transparente. El techo era de madera artesonada y labrada, los muros encalados pero ornados de diferentes objetos sacros más o menos dorados. El fondo estaba ocupado, desde el piso al techo, por un altar y por un gigantesco remate de altar de estilo barroco en madera dorada. A fuerza de ornamentos retorcidos y complicados, este altar, que evocaba a la India, con sus sombreados profundos y sus resplandores de oro, me pareció misterioso y destinado para el amor. A la derecha e izquierda de la [91] puerta estaban colgados dos célebres cuadros de Valdés Leal que representaban cadáveres en descomposición: cosa notable, en la órbita ocular de uno de ellos se veía entrar una rata. Pero nada en el conjunto parecía cómico.

Al contrario era suntuoso y sensual: el juego de sombras y la luz de las cortinas rojas, la frescura y un fuerte olor especiado de las adelfas en flor, junto al vestido pegado al pelambre de Simona, todo me excitaba a desnudar el culo de Simona sobre las baldosas, cuando, cerca de un confesionario, descubrí los pies calzados de seda negra de una penitente.

-Quiero verlos salir, dijo Simona.

Se sentó cerca de mí, no lejos del confesionario, y me tuve que con- tentar con acariciarle el cuello, la nuca y la espalda con mi verga. Seexcitó tanto que me dijo que si no me guardaba el miembro en el pantalón, me masturbaría hasta hacerlo descargar.

Tuve que sentarme y contentarme con mirar la desnudez de Simona a través de la tela mojada, y en ocasiones al natural porque secaba sus muslos mojados, levantándose el vestido.

-Ya verás, me dijo.

Esperé pacientemente el final del enigma. Tras una larga espera, una mujer morena, muy bella y joven, salió del confesionario con las manos unidas y con el rostro pálido y extático: con la cabeza echada hacia atrás y los ojos en blanco, atravesó la sala con pasos lentos, como espectro de ópera. Era tan inesperado que tuve que [92] apretar las piernas con violencia para no reír; la puerta del confesionario se abrió y entonces apareció un nuevo personaje, un sacerdote rubio, muy joven, muy bello, con un largo rostro enjuto y los pálidos ojos de un santo; mantenía los brazos cruzados sobre el pecho y permanecía de pie junto al umbral del armario, con la mirada alzada al techo como si una aparición celeste pudiera hacerlo levitar.

El sacerdote avanzó como la joven y hubiera desaparecido también sin decir nada si Simona, para mi gran sorpresa, no lo hubiese detenido bruscamente. Una idea increíble se le había ocurrido: saludó al visiona- rio y le pidió confesión.

El sacerdote, inmerso en un éxtasis, señaló apenas el confesionario con aire distante, entró en el armario y cerró la puerta dulcemente, tras él, sin decir palabra. [93]

Historia del ojo Georges batailleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora