Para mí, la orina se asocia profundamente al salitre y a los rayos y no sé por qué a una bacinica antigua, de tierra porosa, abandonada un día lluvioso de otoño sobre el techo de zinc de una lavandería de provincia. Después de esa primera noche pasada en el sanatorio, esas representa- ciones desesperantes se vinculan estrechamente, en lo más oscuro de mi cerebro, con el coño y con el rostro taciturno y sombrío que a veces ponía Marcela. No obstante, ese paisaje caótico de mi imaginación se inundaba bruscamente de un hilo de luz y de sangre: Marcela no podía gozar sin bañarse, no de sangre, sino de un chorro de orina clara y, para mí, hasta luminosa, chorro primero violento y entrecortado como el hipo, después abandonado libremente, al coincidir con un transporte de goce sobrehumano; no es extraño que los aspectos más desérticos y leprosos de un sueño sean apenas un ruego en ese sentido, una espera obstinada del gozo total, como esa visión [55] del agujero luminoso de la ventana vacía en el instante mismo en que Marcela, caída sobre el piso, lo inundaba infinitamente.
Era necesario que ese día, en medio de la tempestad sin lluvia y de la oscuridad hostil, Simona y yo abandonáramos el castillo y huyéramos como animales, sin ropa, y con la imaginación perseguida por el inmenso abatimiento que se apoderaría sin duda de nuevo de Marcela, haciendo de la desgraciada prisionera una especie de encarnación de la cólera y de los terrores que libraban incesantemente nuestros cuerpos al libertinaje. Pronto encontramos nuestra bicicleta y pudimos ofrecer- nos uno a otro el irritante espectáculo, teóricamente sucio, de uncuerpo desnudo y calzado montado sobre una máquina; pedaleábamos con rapidez sin reír y sin hablar, satisfechos recíprocamente de nues- tras mutuas presencias, semejantes una a la otra, en el aislamiento común del impudor, del cansancio y del absurdo.
Estábamos agotados literalmente de fatiga; a mitad de una cuesta, Simona me detuvo diciéndome que tenía escalofríos: nuestras caras, espaldas y piernas chorreaban de sudor y en vano movíamos las manos, tocándonos con furor las distintas partes del cuerpo, mojadas y ardientes; a pesar del masaje cada vez más vigoroso que le daba, Simona tiritaba dando diente contra diente. Le quité una media para secar su cuerpo: tenía un olor cálido que recordaba a la vez los lechos de los enfermos y los lechos de la orgía. Poco a poco vol-[56]vió a sus sentidos y finalmente me ofreció sus labios en señal de agradecimiento.
Me puse muy inquieto, estábamos todavía a diez kilómetros de X, y debido al estado en que nos encontrábamos era evidente que teníamos que llegar antes del alba. Apenas podía tenerme en pie y pensaba en la dificultad de terminar el paseo a través de lo imposible. El tiempo transcurrido desde que habíamos abandonado el mundo real, com- puesto únicamente de personas vestidas, estaba tan lejos que parecía fuera de nuestro alcance; nuestra alucinación particular crecía cada vez más, apenas limitada por la global pesadilla de la sociedad humana, con la tierra, la atmósfera y el cielo.
La silla de cuero de la bicicleta se pegaba al culo desnudo de Simona, que se masturbaba fatalmente al pedalear. Además, la llanta trasera desaparecía casi totalmente ante mis ojos, no solamente en la horquilla sino en la hendidura del trasero desnudo de la ciclista: el movimientode rotación de la rueda polvorienta podía asimilarse a mi sed y a esa erección que terminaría necesariamente por sepultarse en el abismo del culo pegado a la silla; el viento se había calmado un poco y dejaba ver una parte del cielo estrellado; me vino la idea de que la muerte era la única salida para mi erección; muertos Simona y yo, el universo de nuestra prisión personal, insoportable para nosotros, sería sustituido necesariamente por el de las estrellas puras, desligadas de cualquier relación con [57] la mirada ajena, y advertí con calma, sin la lentitud y la torpeza humanas, lo que parecería ser el término de mis desenfrenos sexuales: una incandescencia geométrica (entre otras cosas, el punto de coincidencia de la vida y de la muerte, del ser y de la nada) y perfecta- mente fulgurante.
Estas representaciones estaban por supuesto vinculadas a la contra- dicción de un estado de agotamiento prolongado y a una absurda erección del miembro viril; era muy difícil que Simona pudiera ver mi erección, debido por una parte a la oscuridad y por otra a la elevación rápida de mi pierna izquierda que continuamente la escondía cada vez que pedaleaba. Me parecía sin embargo que sus ojos, brillando en la oscuridad, se dirigían continuamente, a pesar de la fatiga, hacia el punto de ruptura de mi cuerpo; me di cuenta que se masturbaba cada vez con mayor violencia sobre la silla, que apretaba estrechamente entre sus nalgas. Como yo, tampoco ella había dominado la borrasca que representaba el impudor de su culo y dejaba escapar de repente roncos gemidos; el gozo la arrancó literalmente y su cuerpo desnudo fue proyectado sobre un talud, con un ruido terrible de acero que se arrastró sobre los guijarros, aunado a un grito agudo.La encontré inerte, con la cabeza caída y un delgado hilo de sangre corriendo por la comisura del labio; mi angustia no tuvo límites; levanté bruscamente uno de sus brazos que volvió a caer inerte. Me precipité sobre su cuerpo inanimado, temblando de te-[58]rror y mientras la tenía abrazada, sentí a pesar mío que me recorría un espasmo de luz y de sangre y una mueca vil del labio inferior que babeaba me apartaba los dientes como si fuese un idiota senil.
Simona regresaba lentamente a la vida: cuando uno de los movi- mientos involuntarios de su brazo me alcanzó, salí bruscamente del marasmo que me había abatido después de haber ultrajado lo que creí ser un cadáver; ninguna herida, ningún moretón marcaba el cuerpo que el liguero y una sola media continuaba vistiendo. La tomé en mis brazos, y sin tener en cuenta la fatiga, la conduje por la carretera, caminando tan rápido como me fue posible porque el día empezaba a nacer; sólo un esfuerzo sobrehumano me permitió llegar a la quinta y acostar sin problemas a mi maravillosa amiga, viva, sobre su propio lecho.
El sudor 'orinaba' mi rostro y todo mi cuerpo, mis ojos estaban enro- jecidos e hinchados, las orejas me zumbaban, los dientes me castañe- teaban, mis sienes y mi corazón latían con desmesura; pero había salvado a la persona que más amaba en el mundo y pensaba que volveríamos a ver pronto a Marcela; me acosté como estaba, al lado del cuerpo de Simona, cubierto de polvo y sudor coagulado, para entre- garme en breve a pesadillas imprecisas. [59]
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Historia del ojo Georges bataille
Romancepuede decirse sin temor que Historia del ojo es la obra maestra de la literatura erótica. en ella confluyen, por un lado, la mejor prosa en clave surrealista de este gran novelista, ensayista y poeta francés y, por otro, la escénica de su obsesiva p...