VIII-LOS OJOS ABIERTOS DE LA MUERTA

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Me quedé de pronto desamparado ante ese descubrimiento inespe- rado. Simona también. Marcela se adormecía a medias entre mis brazos; no sabíamos qué hacer. Tenía el vestido levantado y podíamos ver su pelambre gris entre los listones rojos, al final de sus largos muslos, a manera de extraordinaria alucinación en un mundo tan frágil que parecía que de un soplo podía convertirnos en luz. No nos atre- víamos a movernos y sólo deseábamos que esa inmovilidad irreal durase el mayor tiempo posible y que Marcela se durmiese completa- mente.

Me sentí recorrido por un deslumbramiento que me agotaba y no sé cómo hubiese terminado todo si, de pronto, Simona no se hubiese movido suavemente; su mirada turbia se detenía alternativamente sobre mis ojos o sobre la desnudez de Marcela: abrió los muslos diciendo en voz exhausta que no podía contenerse más.

Inundó su ropa con una grande convul-[72]sión que acabó de desnu- darla e hizo brotar un chorro de semen entre mi pantalón.

Me extendí sobre la hierba, con el cráneo apoyado en una gran pie- dra plana y los ojos abiertos a la Vía Láctea, extraño boquete de esperma astral y de orina celeste, que atravesaba la bóveda craneana formada por el círculo de las constelaciones; esta rajadura abierta en la cima del cielo y compuesta aparentemente de vapores de amoníaco, brillantes a causa de la inmensidad, en el espacio vacío, se desgarraba absurdamente como un canto de gallo en medio del silencio total; eraun huevo, un ojo reventado o mi propio cráneo deslumbrado y pesa- damente pegado a la piedra proyectando hacia el infinito imágenes simétricas. El repugnante grito del gallo coincidía en particular con mi propia vida: es decir, ahora con el Cardenal, debido a la rajadura, al color rojo, a los gritos inarmónicos que habían sido provocados en el armario y también porque a los gallos se les degüella.

A muchos el universo les parece honrado; las gentes honestas tienen los ojos castrados. Por eso temen la obscenidad. No sienten ninguna angustia cuando oyen el grito del gallo ni cuando se pasean bajo un cielo estrellado. Cuando se entregan 'a los placeres de la carne', lo hacen a condición de que sean insípidos.

Pero ya desde entonces no me cabía la menor duda: no amaba lo que se llama 'los placeres de la carne' porque en general son siempre sosos; sólo amaba aquello que se califica de 'sucio'. No me satisfacía [73] tampoco el libertinaje habitual, porque ensucia sólo el desenfreno y deja intacto, de una manera u otra, algo muy elevado y perfectamente puro. El libertinaje que yo conozco mancha no sólo mi cuerpo y mi pensamiento, sino todo lo que es posible concebir, es decir, el gran universo estrellado que juega apenas el papel de decorado.

Asocio la luna a la sangre de la vagina de las madres, de las herma- nas, a las menstruaciones de repugnante olor...

Amé a Marcela sin llorar por ella. Si murió, murió por mi culpa. A pesar de que he tenido pesadillas y a pesar de que he llegado a ence- rrarme durante horas en una cueva, precisamente porque pienso en Marcela, estaría siempre dispuesto a recomenzar, por ejemplo, asumergirla boca abajo en la taza de un excusado, mojándole los cabellos. Pero ha muerto y me veo reducido a ciertos hechos catastrófi- cos que me acercan a ella en el momento en que menos lo espero. Si no fuera por eso, me sería imposible percibir la más mínima relación entre la muerta y yo, lo que me produce durante la mayor parte de mis días un aburrimiento inevitable.

Me limitaré a consignar aquí que Marcela se colgó después de un accidente fatal. Reconoció el gran armario normando y le castañetea- ron los dientes: de inmediato comprendió al mirarme que el hombre a quien llamaba el Cardenal era yo, y como se puso a dar alaridos, no hubo otra manera de acallarlos que salir del cuarto. [74]

Cuando Simona y yo regresamos, se había ahorcado en el armario...

Corté la cuerda, pero ella estaba muerta. La instalamos sobre la al- fombra, Simona vio que tenía una erección y empezó a masturbarme. Me extendí también sobre la alfombra, pero era imposible no hacerlo. Simona era aún virgen y le hice el amor por vez primera, cerca del cadáver. Nos hizo mucho mal, pero estábamos contentos, justo porque nos hacía daño. Simona se levantó y miró el cadáver. Marcela se había vuelto totalmente una extraña, y en ese momento Simona también. Ya no amaba a ninguna de las dos, ni a Simona ni a Marcela, y si me hubieran dicho que era yo el que acababa de morir, no me hubiera extrañado, tan lejanos me parecían esos acontecimientos. Miré a Simona y recuerdo que lo único que me causó placer fue que empezara a hacer porquerías; el cadáver la irritaba terriblemente, como si le fuese insoportable constatar que ese ser parecido a ella ya no la sintiese; la irritaban sobre todo los ojos. Era extraordinario que no se cerrasencuando Simona inundaba su rostro. Los tres estábamos perfectamente tranquilos y eso era lo más desesperante. Todo lo que significa aburri- miento se liga para mí a esa ocasión, y sobre todo a ese obstáculo tan ridículo que es la muerte. Y sin embargo, eso no impide que piense en ella sin rebelarme y hasta con un sentimiento de complicidad. En el fondo, la ausencia de exaltación lo volvía todo mucho más absurdo y así, Marcela, muerta, estaba más cerca de mí que viva, en la medida en [75] que, imagino, lo absurdo tiene todos los derechos.

Que Simona se haya atrevido a orinar sobre el cadáver por aburri- miento o, en rigor, por irritación, prueba hasta qué punto nos era imposible comprender lo que pasaba, aunque en realidad tampoco ahora es más comprensible que entonces. Simona era incapaz de concebir la muerte cotidiana, que se mira por costumbre; estaba angustiada y furiosa, pero no le tenía ningún respeto. Marcela nos pertenecía de tal modo en nuestro aislamiento que no podíamos ver en ella una muerta como las demás. Nada de aquello podía reducirse al rasero común, y los impulsos contradictorios que nos gobernaban aquel día se neutralizaron cegándonos y, por decirlo de algún modo, nos colocaron muy lejos de lo tangible, en un mundo donde los gestos no tienen ya ningún peso, como voces en un espacio que careciese totalmente de sonido. [76]

Historia del ojo Georges batailleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora