SEGUNDA PARTE COINCIDENCIAS

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Mientras escribía este relato, en parte imaginario, me asombraron algunas coincidencias; me parece que muestran indirectamente el sentido de lo que he escrito y me interesa exponerlas:

Empecé a escribir sin ninguna idea precisa, incitado sobre todo por el deseo de olvidar, por lo menos provisionalmente, mi identidad personal. Al principio creí que el personaje que narraba en primera persona no tenía ninguna conexión conmigo. Hojeando un día una revista americana ilustrada con fotografías de países europeos, me llamaron la atención dos imágenes que encontré por casualidad: la primera mostraba una calle del pueblecillo casi desconocido de donde procede mi familia. La otra, las ruinas vecinas de un castillo de la Edad Media, situado en la montaña, en la cima de una roca. Recordé de inmediato un episodio de mi vida vinculado a esas ruinas. Tenía yo veintiún años y estaba de vacaciones en el pueblo menciona-[108]do; un día resolví visitar las ruinas durante la noche, seguido de algunas muchachas perfectamente castas y, a causa de ellas, de mi madre. Estaba enamorado de una de las muchachas que compartía mis senti- mientos, pero nunca habíamos hablado de ellos porque la joven pensaba seguir una vocación religiosa que quería examinar con libertad. Después de caminar alrededor de hora y media, llegamos al pie del castillo, hacia las diez o las once de una noche muy oscura.Habíamos empezado a subir la montaña rocosa, coronada por unas murallas totalmente románticas, cuando de una hendidura rocosa salió un fantasma blanco, muy luminoso, cerrándonos el paso. Esta visión prodigiosa hizo que mi madre y una de las muchachas se desmayaran mientras las demás gritaban. Yo mismo experimenté un terror súbito que me hizo enmudecer, y tuve que esperar algunos segundos antes de pronunciar algunas amenazas, por lo demás ininteligibles, al fantasma, aunque desde el primer momento sabía que se trataba de una simple comedia. El fantasma huyó cuando vio que lo seguía y no lo dejé irse hasta que reconocí a mi hermano mayor, que había venido en bicicleta con otro amigo y que nos había asustado apareciendo de improviso, envuelto en una sábana, a la luz de una lámpara de acetileno. El día en que encontré la fotografía en la revista acababa de escribir el episodio de la sábana y advertí que siempre veía la sábana a la izquierda y que el fantasma ensabanado también aparecía a la izquierda: una perfecta sobreposición de imágenes [109] vinculadas a sobresaltos análogos se producían. Casi nunca me ha impresionado tanto algo como la apari- ción del falso fantasma.

Me sorprendió sobremanera haber substituido, en perfecta incon- ciencia, una imagen totalmente obscena con una visión desprovista de toda significación sexual. Con todo, pronto tendría mayores motivos de asombro.

Ya había imaginado con todo detalle la escena de la sacristía de Sevi- lla, y en particular la incisión practicada en la órbita ocular del sacer- dote al que se le arranca un ojo. Pensando encontrar una relación entre el relato y mi propia vida, me divertí describiendo una corrida trágica ala que en realidad asistí. Cosa curiosa, no relacioné los dos episodios antes de describir con precisión la herida que el toro le causó a Manuel Granero (personaje real), pero en el momento mismo en que llegaba a la escena de la muerte caí en un gran estupor. La extracción del ojo del sacerdote no era, como había creído, una pura invención, sino la trasposición a otro personaje de una imagen que sin duda había conservado una vida muy profunda. Si había inventado que se le arrancaba un ojo al sacerdote muerto, era porque había visto que de una cornada un toro le arrancaba el ojo al matador. De lo más oscuro de mi memoria surgían las dos imágenes más llamativas que mayor huella habían dejado en mí, desfigurándose en cuanto me ponía a imaginar obscenidades.

Cuando hice la segunda constatación [110] acababa de terminar la descripción de la corrida del siete de mayo; por ello fui a visitar a uno de mis amigos que era médico. Le leí la descripción, diferente de la actual: Como nunca había visto los testículos despellejados de un toro, supuse que debían tener el mismo color rojo encendido que el miem- bro del animal en erección y en mi primera redacción lo describía así. Aunque toda la Historia del ojo había sido engendrada en mi espíritu sobre dos obsesiones ya viejas y muy ligadas entre sí, la de los huevos y la de los ojos, los testículos del toro me parecían ajenos a ese ciclo. Pero cuando terminó mi lectura, mi amigo me demostró que no tenía ninguna idea de lo que eran realmente las glándulas que había reseña- do y me leyó de inmediato una descripción minuciosa en un manual de anatomía: descubrí que los testículos humanos o animales son ovoides y tienen el aspecto del globo ocular. Esta vez corrí el riesgo de explicar estas relaciones tan extraordinarias suponiendo que en una regiónprofunda de mi espíritu coincidieran imágenes primitivas completa- mente obscenas, es decir las más escandalosas, precisamente aquellas en las que la conciencia no se detiene, incapaz de soportarlas sin violencia o sin aberración.

Historia del ojo Georges batailleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora