III

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Dulce martirio el verte y no poder tenerte. 

Anhelo el roce de nuestras pieles, sentir el calor de las inagotables hogueras allá en el santuario donde jóvenes y viejos buscan consuelo. Arde en mí la impaciencia de ser uno contigo. 

La voz que no quieres escuchar suelta un ruego, un poco de clemencia ante una tortura que esta vez no seré capaz de soportar. Te quiero ya. Conmigo. Eso es todo lo que siento esta noche. Mis ojos cerrados traen tu imagen en la oscuridad, viéndote como si estuvieras delante de mí. Encima de mí. Debajo de mí. Y te rozo, suavemente, traspasando el límite de la fantasía. Siento que estás a mi merced, que puedo saborearte y hacerte lo que quiera. Lo que he deseado. Y me fundo contigo, probándote, notándote, perdiendo cualquier vestigio de cordura y dejándome llevar por la fantasía.

Exploto. Lo disfruto.

Pero abro los ojos y la fantasía se rompe.

No estás. Nunca estás, más que en mis sueños, donde la pureza de tu presencia ilumina un día más mi camino.

Moriría por ti. Sin metáforas. Sin miedos. Tan sencillo como coger el cuchillo y arrancarme el corazón del pecho. ¿Para qué lo quiero? No lo uso. Se lo arrojaré a los perros que merodean a tu alrededor resguardando tu alma. Solo así, tal vez, podré estar cerca de ti. Sin remordimientos, sin deseos, 

poder velar por ti sin miedo a herirte.

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