IX

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Dos meses habían pasado desde mi llegada, pero se sentía una eternidad estando a la deriva del mar y con la vista siempre al agua.

En la cocina, procedí en quitarle las tripas a los pescados que Randall había llevado para mí. No le pedí que lo hiciera, pero cuando llegó de repente con una cubeta no supe que decir y no pude rechazarlos. Quizás Leonard le había ordenado que lo hiciera por mi ya que las latas de atunes se habían agotado. A veces me preguntaba qué comían los demás, aunque supuse que ellos tenían mejores provisiones guardadas qué no querían compartir conmigo.

Era reconfortante qué no fuera alérgica al marisco porqué eso era lo único que existía en el buque. Pero a pesar de que no me faltaba alimento tan seguido, la sensación de vacío interior era cada vez más evidente. Ni siquiera tenía la energía suficiente para comprender él porqué, pero sospeché que el dolor se debía a que comía siempre lo mismo.

Por otra parte, tenía mucho tiempo pensando si era buena idea qué siguiera manteniéndome al margen, pero entre más me convencía de que no saber nada era mejor, la inquietud no paraba de aumentar. Me costaba creer que había pasado dos meses desde mi llegada y que aún estuviera con vida.

Mientras mi mente sucumbía en indecisión, un rostro conocido irrumpió mis pensamientos al entrar a la cocina. Traté de no verme muy consternada, pero Julieta se colocó a mi lado sin dejar de ver mis manos ensangrentadas de tripas. Por un segundo creí que se quejaría del olor o del desorden, pero se mantuvo concentrada en mis movimientos.

—Sinceramente, el mes anterior no quise comprar provisiones para ti porque pensé que apreciabas tu vida. —puntualizó Julieta al ver mi aspecto.

—¿Qué?—pregunté, sin dejar de cortar el segundo pescado.

—Cualquiera en su sano juicio ya habría intentado escapar. —murmuró, con su muy usual toque de cinismo.

—Si solo dejaras de poner tranquilizantes en cada lata de comida que me das, entonces podría resistirme más. —respondí bruscamente, mirando sus ojos.

Dado a que Julieta era la única que podía salir y comprar, se encargaba de traerme comida enlatada, normalmente atunes porque al parecer le gustaba torturarme. Ella las administraba para que duraran el tiempo necesario, pero cada vez que me daba una lata siempre estaba abierta.

—Ohh, así que lo sabes. —alargó cada palabra, entusiasmada ante mí confesión. —¡A pesar de eso, la seguías comiendo!

—Si no lo hacía moriría de desnutrición. —explique, molesta por la manera en que lo había dicho. —Y si no escapo es porque se que me encontrarían. Tu misma lo dijiste.

—En este punto, ya no sé si tienes sentido común o cobardía. —pronunció, satisfecha de mi respuesta.

—Ponle el nombre qué quieras. —me limité a decir.

—Le llamare cobardía. —ella sonrió, jugueteando un rato con un mechón de mi cabello. —Supongo que no me queda de otra que comprar más comida. Pero no voy a negar que me da curiosidad saber cuales serán tus límites.

—Podrías dejarte de incógnitas y decirme lo que tengas en mente, Julieta. —emití, enterrando un poco más profundo el cuchillo en la carne del pescado.

Ella sacó una llave del collar que colgaba su cuello para abrir el candado que tenía el refrigerador. Por un momento, quise saber que había adentro, pero estaba tan frío que el humo que salió de ahí me impedía captar algo.

—No quería decir nada en específico. —Julieta se encogió de hombros y volvió a acercarse. —Solo me parece sorprendente como te reprimes.

—Deberías aprender un poco. —musite, llevando los pescados al lavabo para limpiarlos.

𝚂𝚖𝚎𝚝𝚑𝚕𝚎𝚢Donde viven las historias. Descúbrelo ahora