Capítulo Dos

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William suspiró y cerró los ojos.

Diez segundos, se juró por decimoquinta vez, contaría hasta diez y después entraría.

O bueno, quizás mejor hasta veinte, pensó una vez que estos diez primeros hubieron pasado. Pero, al final, y al igual que las catorce veces anteriores, a esos veinte se le sumaron diez más y así sucesivamente hasta que pasaron tantos que acabó por perder la cuenta.

Frustrado, maldijo en silencio.

Dios bendito, era un militar, se dijo, un prestigioso soldado condecorado, un honorable duque respetado. Había batallado y liberado España de Napoleón,  luchado en la India, conquistado inóspitas colonias americanas, presidido el parlamento, dialogado, entablado amistad e incluso mantenido acaloradas discusiones con su majestad la mismísima reina de Inglaterra y...

Y sin embargo allí estaba ahora, escondido entre las sombras de un balcón, oyendo las risas, conversaciones y la dulce música de un salón de baile repleto de gente en el que quería, debía y al mismo tiempo se veía incapaz de entrar.

Sí, Harding estaría allí, Adam también y probablemente Jeremy. Y sí, sin duda eso le ayudaría, pues siempre era bueno estar rodeado de amigos y, la verdad sea dicha, después de tantos años en el campo de batalla, la perspectiva de que el resto de lores se le acercaran para discutir sus propuestas políticas en la cámara del parlamento, le preguntaran sobre los rumores de su más que problable ascenso a general  y le dirigieran amables palabras para camelarlo mientras lo miraban con envidia debido a su más que holgada situación económica y sus basto patrimonio no le resultaba del todo desagradable.

Por lo que no, no eran los caballeros que allí había lo que le impedían tener la valentía suficiente como para entrar en el salón,ni la perpectiva de hablar con ellos a pesar de saberse un muy mal conversador. Y tampoco iba a ser un hipócrita como la mayoría de los hombres y decir que le desagradaban aquellas veladas, porque sería una mentira. Una gran mentira.

Le encantaban.

Le gustaba la cara de felicidad y emoción de las debutantes, la sonrisa orgullosa de los padres cuando se anunciaba un compromiso, las bromas y piques entre amigos durante las partidas de billar y cartas, los codazos discretos que se daban las damas entre sí cuando pasaba el caballero que les gustaba y...  ¡Oh, que demonios! Tenía que admitirlo, aunque fuera solo a sí mismo.

Le gustaba bailar, lo amaba.

Y, pensó amargamente, si hubiera tenido diez años menos, habría entrado en ese mismo instante sin dilación en el salón, le habría sonreído a una dama y habría bailado con ella hasta que a ambos le dolieran los pies como tantas otras veces había hecho.

Porque sí, en otros tiempos puede que sus ojos azules, su brillante pelo negro, su encantadora sonrisa y todo ello sumado a su apacible y amable conversación repleta de bromas, ironías e ingeniosos cumplidos hubieran encandilado e incluso llegado a enamorar perdidamente a más de una srñorita. Por no decir a toda aquella que se cruzaba en su camino.

Pero eso nunca más volvería a suceder, no después de todo lo que le había pasado, pensó William con una agria y melancólica sonrisa mientras tocaba distraidamente las cicatrices que le surcaban un lado del que en un tiempo había sido su bello rostro, pues todo lo que había perdido en atractivo lo había ganado en inseguridades.

Y no, con eso no se refería a haber ganado un poco de timidez sino a cómo, de la noche a la mañana, las palabras habían comenzado a desaparecer de su mente cuando hablaba con una mujer y, si aparecían, estas eran dichas con un tartamudeo y un tono de duda que hacía parecer una pregunta todo lo que decía.

Lady Soñadora Adams ( Saga héroes de guerra 3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora