La mirada de los alumnos desde las ventanas de los salones me seguía mientras caminaba hacia la oficina del director. Como si de un grupo de aves de rapiña se tratara mirando a un trozo de carne sin vida, y el trozo de carne soy yo. Tragué saliva intentando imaginar qué había hecho. Yo, el niño bueno. Yo, el que vive en la esquina de la escuela. Yo, quién nunca ha hecho nada malo en su vida...
Respiré profundo. La mirada de Verónica era distinta, ella nunca suele mirar a la gente más que para responder una pregunta y entonces bajaba sus lentes con el dedo y te miraba juzgando todo tu ser. Pero ahora su mirada es diferente, me mira como si supiera que entraré al matadero y acabaré como un trozo de carne sin vida, de los que venden en el supermercado y hacen llamar filetes.
Me toma del hombro y asiente al llegar a la puerta. La abre por mí.La oficina del director siempre me ha parecido la sala de espera de un hospital. Siendo el único lugar en toda la escuela que cuenta con un aire acondicionado, las paredes son blancas en su totalidad y en una de ellas (la del lado derecho) cuelga un enorme cuadro con la pintura de un presidente... Ni si quiera sé quién es, pero lleva un sombrero alto gracioso. Y sé que es un presidente, porque lleva una banda con la bandera mexicana colgando como si fuera edecán de un certámen de belleza.
Justo debajo de ese cuadro se encuentra un sillón café de piel, y del lado izquierdo de la habitación está su escritorio de madera, adornado por un águila de cerámica que sostiene sus bolígrafos y una laptop bien acomodada en el centro.Cuando entro, lo primero que hago es decir: buenos días. Él me contesta de la misma manera.
Antes que él pudiera ofrecerme asiento, yo ya estaba deslizando la silla para sentarme. Así me habían educado, lo siento si no es debido.
—¿Hice algo malo?— se me escapa antes que el director pueda decir una sola palabra.
—No. Tengo algo importante que decir. Antes que nada, quiero que sepas que la escuela te apoya en todo lo que necesites. Eres un alumno estrella, y no quisiéramos perderte.
En ese momento sentí un dolor en el pecho. Algo había pasado. Lo sé porque esa mirada es la misma que mi madre puso cuando me dijeron que mi padre había muerto. La única diferencia es que en ese entonces no sabía la diferencia entre la vida y la muerte. Pero ahora estoy más que consciente de lo que implica morir.
Me recliné sobre la silla, dejé mi peso caer sobre ésta. Ya estaba listo para cualquier noticia. Notaba mi garganta seca y mi pecho subía y bajaba de manera pesada.
El director siguió hablando: —Un familiar tuyo nos llamó a la escuela. Tu madre está hospitalizada. Vendrán a recogerte en un momento.
Sólo pude asentir. Mi respuesta ante éste tipo de situaciones es la misma. Me quedo callado, trago saliva y me siento recargando mi peso sobre alguna silla. Mirando la pared. Pensando qué pudo haber sucedido.
El director está más incómodo que yo, lo sé porque me mira de reojo y esconde su atención en su laptop por mucho tiempo. Yo en cambio sigo mirando la pared. ¿Qué habrá sucedido con mamá? ¿Está ella bien? ¿Y si la pierdo?
Entonces caigo en cuenta de la gravedad del asunto. Mi pierna comienza a demostrar la desesperación, comienzo a moverla sin control para no quedarme inmóvil y desesperado. Siento la necesidad de mirar por la ventana de la oficina esperando a ver la cara de algún pariente preocupado.
—Creo que esperaré afuera —digo por fin. Y sé que tanto para el director como para mí, es un alivio. Aunque más para el.
Antes que logre abrir la puerta la voz del director me interrumpe. —Carlos, si necesitas unos días puedes hablar conmigo y justificamos tus faltas.
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La casa de los secretos
Novela JuvenilCarlos es un joven de 19 años. Los diferentes problemas que ha atravesado a lo largo de su corta vida lo han llevado a sentirse miserable. Por lo que su madre, un día decide regalarle el diario de su difunto padre quien también sufría a su edad, gen...