Capítulo IV

27 8 0
                                    

—¿Estás tratando de volver, eh? —escuché que alguien me preguntó, y a lo que alcanzó a comprender mi mente retrasada, estaban tratando de burlarse de mí. Pero no logré distinguir a quien me lo decía por culpa de mis lágrimas.

¿QUÉ QUÉEEE?, esa no era la voz de Gus.

Calma, Anne, calma.

¿Cómo podría calmarme si alguien, que no era Gus, me estaba hablando español?

Así que traté de aclarar mi vista. Mientras me disponía a responderle algo.

Tragué saliva —Em, pues a decir verdad no sé si tratar de recordar algo, sea precisamente: tratar de volver, como me dices —repongo.

—¿Para qué querrías recordar algo si no es para volver? —me dijo, con su voz gruesa y clara.

Y tenía razón.

Logré enfocarlo, por fin. El chico raro del que me había hablado Gus, estaba sentado sobre una piedra.

—Con que..., ¿hablas español? —le pregunté.

—¿No me escuchaste?

Cuán tajante era.

—Entonces, ¿por qué no vas con el resto?, ¿por qué no tratas de hablar con Gus?, podrían entenderse a la perfección. Digo, después de todo, ya sabes, puedes hablar.

No respondió.

Niño engreído.

—Tu..., ¿nunca has hablado con nadie más? —mi yo insistente se hizo presente.

—No —se limitó a decir.

"Con razón nadie te habla, arrogante", quise decirle.

—¿Por qué querría hacerlo?, ¿de qué serviría? —una sonrisa ladeada adornaba su rostro, y su semblante exponía burla.

—¿Qué cosa? —torcí los ojos.

—Hablar con alguien aquí —alzó su volumen de voz.

—No lo sé, se me ocurre algo como: ¿PARA AYUDARLOS? —me estaba haciendo perder la cabeza del enfurecimiento.

—No quiero hablar con nadie, mucho menos ayudar, muñeca —seguía burlándose, y, cada vez con mayor escala.

—Me he percatado de que allá necesitan mucha ayuda —y era verdad.

—No quiero hablar, creo que fui muy claro.

—Lo estás haciendo conmigo, te lo recuerdo —le recrimino, con astucia.

—Pues no porque muera por hablar con alguien, tenlo por seguro, niña terca.

Se había atrevido a decirme "niña terca", pero lo era.

Así que tenía que poner mi apodo en alto:

—Tu fuiste quien comenzó a hablarme —continué.

—Bueno, pues ya no lo haré más. No tengo muchas ganas de hacerlo, créeme —se cruzó de brazos.

Ese chaval me desesperaba al grado de querer pegarle un puño bien cerrado en la pura cara.

—Ya sé por qué no hablas. No quieres arrugar tu carita delicada —le dije con retintín.

Soltó una carcajada fingida —aquí no envejecemos, niñita. Te falta mucho que aprender.

—Eso mucho que me falta aprender, tu también alguna vez lo desconociste, arrogante —le dije, y me dispuse a alejarme de él —y no te creas tanto, que de todas maneras eres un inútil —alcé la voz, suponiendo que había escuchado.

Y pues, yo ya no estaba llorando, tan siquiera el niño presumido había servido de algo.

Él era la segunda persona ahí que me podía informar sobre mi investigación. No me quedaba más que perder mi linda y hermosa dignidad. Me puse en marcha de regreso.

—Ey, tú, sabiondo. Necesito de tu maravillosa sabiduría.

—Has decidido hablarme, ¿eh?, creí que no querías.

—No quiero hablar contigo, pedazo de tonto. Pero lo necesito.

—¿A mí?, te oí bien decir que era un inútil.

—Lo eres. Tenlo claro —tomé todo el aire suficiente para lo que me disponía a decir —pero tomé la decisión de confiar en ti.

—Terrible decisión hacerlo.

—Pero cree en mí cuando te digo ésto.

—Bueno, dime, no tengo tu tiempo.

—¡Pfff! —bufé —pero si te la llevas sentado, cínico.

—No podemos sentarnos. Tan sólo me recargo aquí, al fin y al cabos no aplico ningún peso. Ninguna fuerza, nada.

Tenía razón.

Traté de sentarme. Y entonces lo confirmé, tan solo, literalmente seguía flotando, pero en cuclillas.

—Bien, ya basta de rodeos, no creas que quiero hablarte la gran cosa.

—Dime, te escucho, desgraciadamente —gruñó.

—Es un honor escucharme —le sonreí socarronamente. Pensé un momento la pregunta precisa —luego de descubrir por qué estamos aquí. Quiero decir, em, por qué estamos, ya sabes muertos... Cielos, aún me cuesta decirlo tan friolentamente —tomé aire —luego de eso, ¿qué sigue?, ¿mágicamente volvemos?

—No. Henrreli debe escucharlo.

—Y, a ese tal Henrreli lo encuentro ¿en...?

—Aquí mismo. Te lo digo cuando ya estés lista para decírselo. Aunque no creo que lo logres.

Que detestable eres.

—¿Cómo sabes todo esto?

—Cuando llegábamos antes, nos lo informaban.

—Y, ¿por qué a mí no me dijeron nada?

—Porque los que necesitan ayuda —dijo con retintín —no quieren. Toman la decisión por todos.

—¿Por qué no?, ¿hablas de Gus y todos ellos?

—Tú misma lo has escuchado. No quieren volver.

¿Por eso no les hablaba?, ¿él también quería volver...?

—Oye, si mis suposiciones son ciertas, ellos no son malos. Solo tienen una ideología y —pensé un momento —necesitan ayuda. Eso es, necesitan ser más abiertos y...

—Odio las ideologías —me interrumpió.

—Escucha, entre tu y yo podemos... —musité.

—Ya te tienen a ti —puntualizó, interrumpiéndome.

—No, no, escucha, por favor.

—¿No resultaría mejor que ese tal Gus te ayudara?, el podría explicarles a todos...

—No lo veo muy convencido —lo interrumpí, y también lo negué, meneando la cabeza.

—¿Y a mí si me ves convencido o qué?

Tomé una bocanada de aire.

No seas grosera, Anne. No le respondas nada.

Pensé en mis mejores palabras.

—Tú y yo sabemos español. Podemos ayudar para que todos lo sepamos, quiero decir, que todos hablemos el mismo lenguaje. Hablar entre todos, ayudar a revivir recuerdos, conversaciones que quizá tengan en su cabeza. Porque, verás —pensé un poco —Gus me contó que han estado inventando un nuevo lenguaje, ¡y cielos!, eso verdaderamente me impresionó. Pero ese no es el punto, el punto es que un lenguaje se aprende con lo que vives. Sabes utilizar palabras acorde con tus recuerdos. Y si, nosotros hablamos español, ¡entonces quiere decir que los recuerdos aún están en algún lugar de nuestra memoria!

—No me interesa, puedes largarte. No podrás volver  acuérdate muy bien de mí.

Respira hondo, Anne, por lo que más quieras.

Fuegos artificialesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora