[ SINFONÍA ]

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De un lado a otro, mis dedos buscan con desesperación las teclas del viejo piano. Miro a mi costado al espejo que muestra mi piel blanquecina brillando por la luz de la luna, mi negro cabello pegado a mi frente por algunas gotas de sudor, mi cuerpo rígido y mis venas palpitando por todos lados. 

Intento nuevamente. Mis dedos obedecen la partitura, buscando alguna melodía que me calme.

No funciona.

No, no era Do.
Un Re.
¿O era un sol?

La partitura está mal.
Enojado, golpeo las teclas con fuerza causando un molesto estruendo de teclas sin sentido.

Me levanto y camino con desesperación por la sala, tirando cosas, moviendo otras.

Buscando.

Necesito alguna melodía que me calme, esta siempre funcionaba, pero ya no lo hace.

Se siente incompleta. Algo le falta.

Y no saber qué es ese algo me produce molestia.

Miro el reloj.
Hace minutos que él debió haber llegado, ¿por qué tarda tanto?
No es difícil deshacerse de un cuerpo tan pequeño como el de la chica anterior.

La excitación recorre mi cuerpo al recordar sus gritos.

Esos hermosos ojos verdes llenos de esperanza que poco a poco iba desapareciendo al darse cuenta de que nadie correría a su rescate, y que el chico que le había prometido amor, estaba a punto de matarla.

La necesidad de volver a escucharlos se hace presente.

El sabor de sus lágrimas, sus agudos gritos. La imagen de su blanca piel al contraste de su roja sangre se proyecta en mi mente.

Si esto no es el cielo, estoy cerca de él.

Muerdo tan fuerte mi labio por la excitación que me produce recordarlo, que este comienza a sangrar levemente, paso la lengua por mi labio inferior y salgo de la habitación.

Camino por el pasillo que sólo es alumbrado por la luz de la luna.

Abro todos los candados que sellan la última puerta, mientras tarareo una canción infantil con silbidos.

Bajo la escalera contando cada una.

Doce escalones, no, doce no.
Es un mal número. Es par.
¿El suelo cuenta?
Sí, trece.
Contiene el número tres.
¿El número trece es de mala suerte?

Mala suerte para ti, cariño.

La habitación se encuentra totalmente oscura, pero a pesar de ello logro verla.

Su blanca piel marcada por moretones y cardenales, que yo mismo le había hecho.

Doy un paso hacia ella.

Cortes.
Muchos cortes.

Doy otro.

El sudor pegado a su piel ¿o son lágrimas?

Uno más, cada vez más cerca.

Sus ojos, cerrados, está dormida, ¿o inconsciente?

Llego hasta ella.

Recorro la curva de sus senos con mi dedo índice, tiembla levemente.
Ahogo una pequeña risa al verla despertar.

Las lágrimas se acumulan en sus ojos azules al verme nuevamente.

—Por favor, sácame de aquí.—comienza a suplicar con voz temblorosa.

Detengo sus súplicas colocando mi dedo en sus suaves labios, en un gesto para que deje de hablar.

—¿Has escuchado esa frase que dice "todos quieren ir al cielo, pero nadie quiere morir"?—pregunto, pero sin esperar respuesta, continuo;

—¿Tienes esperanza?, ¿crees en Dios?—esta vez la miro fijamente en espera de su respuesta.

Las lágrimas comienzan a rodar por sus pálidas mejillas, con voz temblorosa logra pronunciar; —Sí...

—¿Y dónde está tu Dios ahora?—Sonrío victorioso.

En esta habitación, yo soy tu Dios. Yo decido si vives o mueres.

—¿Recuerdas a tu amiga?—le recuerdo a la chica de ojos verdes.—vas a terminar igual que ella.—hago una pausa—Muerta.

Desde la distancia, era capaz de oír la risa maniática de alguien, era yo.

Y la seguían los llantos de agonía y lágrimas de desesperación de fondo...

***

—No quiero hacerlo, no quiero dañarla.
—lo miro atento, este chico llegó humorista.

Suelto una leve risa, pero al darme cuenta de que no está bromeando, lo miro seriamente.

—Hazlo.—le obligo.

—No.—se niega, y comenzamos un duelo de miradas.

Se hace un silencio con la tensión al máximo, ninguno aparta la mirada, es como un reto, el que la aparta debe cumplir los deseos del otro.

Yo no pierdo.
Nunca lo hago.

—Kemény, no intentes jugar con mi paciencia.—advierto.

—Ya te dije que no lo haré.

Basta. Mi paciencia se acabó.

Lo tomo abruptamente del cuello con una mano, estampándolo en la pared, causando que algunos viejos cuadros se caigan haciéndose añicos.

—Todo lo que eres es gracias a mí.—espeto molesto, las venas de mi cuerpo comienzan  a latir desenfrenadas.

—Si no fuera porque te necesito estarías muerto.—aprieto su cuello un poco más.
—Ya te habría matado. —una idea cruza por mi mente. Quito mi mano de su cuello y la deslizo por su mejilla en un gesto fraternal.
— Yo fui el que cuidó de ti cuando nadie más lo hizo, yo fui el que te entendió y no juzgó.

—Dime, ¿qué dicen tus voces ahora?
—continuo al ver que funciona.

—Quieren que haga lo que tú me dices.—responde con la vista baja, algunas lágrimas se escapan de sus ojos.

—¿Ya ves? Siempre tengo razón. Siempre tenemos razón.—limpio sus lágrimas con mi dedo índice.

—Pero me siento culpable, siento que no se lo merecen, pero a una parte de mí le gusta.—finalmente levanta la mirada encontrándose con mis ojos que fingen compasión.
—Y luego estás tú, contigo puedo...—hace una pausa para corregirse.—...podemos, ser nosotros mismos.

Me acomodo a su costado en la pared con los brazos cruzados.

—Desde ese día que me ayudaste...—lo pauso.

—Lo sé, estuve ahí. Vi un gran vacío en tu alma y tú lo viste en la mía.—le dedico una sonrisa.—sólo necesitabas callar las voces.

Finalmente lo abrazo, y sin que él se dé cuenta sonrío victorioso.

Madre, tenías razón.
Estabas creando a un monstruo.
Manipulador.

***

Mis dedos viajan con desesperación por cada tecla del viejo piano.
Sigo la partitura.

Aún no.
No está bien.

El sudor baja por mi frente, la oscuridad de la noche me rodea.

Finalmente, después de tanto, lo descubro.

La pieza faltante a mi melodía.

Uno.
Dos.
Tres.

Tres era un buen número.

Sigo la partitura con los gritos y llantos de fondo.

Me calma escucharte llorar.

Dulce sinfonía,
tus lamentos son mi perfecta melodía.

BlasphemyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora