Prefacio

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Que no te asuste más la flama, que te de pavor este calor.

Prefacio.

No estaba molesto, simplemente estaba cansado

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No estaba molesto, simplemente estaba cansado. Cansado de intentar domesticar una bestia indomable, cansado de hablar y no sentirse escuchado, cansado de que su mundo estructurado y tranquilo se haya vuelto patas para arriba de la noche a la mañana.

Estaba de pie, frente a ella, repiqueteando con su zapato y cuestionándole con la mirada. Cargaba los papeles de exámenes todos desmoronados en sus brazos cruzados, y una que otra gota de agua caía de su terriblemente mojado cabello. Ella, por otro lado, le veía desde el suelo, sentada sobre este y dejando su pantalón humedecerse sin problema alguno. Llevaba la mandíbula tensa, mordiendo en señal de frustración, reacia a hablar como costumbre.

Y eso es lo que más odiaba él, que ella decía muy poco o no decía nada.

Los estudiantes habían ya abandonado el aula; una vez la habían matado a insultos y mutilado con la mirada, el director escolar los había despachado para sus hogares por obvias razones. Deberían estar agradecidos, gracias a ella no tendrían que tomar clases el resto de la tarde.

—¿Por qué lo hiciste? —Se animó finalmente a preguntar él. Soltó un suspiro de rendición, y se agachó en cuclillas para encararle más de cerca. Si algo sabía era que el contacto visual en ocasiones lograba que la otra parte no se negara tan fácilmente.

Tenía razón. Era difícil no obedecer cuando aquellos zafiros la miraban así.

—¿Rin? —inquirió, apurándola a hablar.

—Odio ese maestro, odio esta escuela —admitió en voz baja, la garganta escociéndole por el rencor—. ¿Por qué no puedes darme clases en casa? Eres molesto, pero mucho más soportable que él —expresó, inconsciente de la mueca que había formado con su rostro. El rubio soltó una risotada.

—Porque solo soy bueno en matemáticas, y debes aprender de todo. ¿Quieres que te de clases de lenguaje? Solo leerás novelas y me harás resúmenes en todo el semestre.

Los dos soltaron una pequeña sonrisa, ella negando sutilmente con la cabeza y él sin dejar de mirarla.

—¿Estas enojado conmigo? —indagó ella con cierta pena en su voz. Él la notó.

—La verdad, no —Se puso de pie de golpe, y estiró su espalda a la vez que soltaba un suspiro.—. Creo que me estoy acostumbrando.

—¿A que tu vida sea una mierda tras otra gracias a mí? —preguntó divertida, él se encogió de hombros.

—Algo así. Pero me desquitaré. Hoy serás tú quien haga los deberes de la casa.

—Coño, no.

—Coño, sí —insistió. Extendió su mano para ayudarla a levantar. Ella la aceptó, y una vez se encontró de pie, se sacudió el trasero empapado—. Ahora dame eso —pidió, señalando con su dedo un cuaderno ahora negro y desmoronado que yacía en el suelo—. Está hecho cenizas, no sirve para nada.

—Déjalo ahí —dijo, cruzándosele al rubio en el medio para impedirle verlo—. Que alguien más lo bote.

Con la incredulidad y la molestia asomándose en su interior, soltó un resoplido.

—Tú lo quemas, tú lo botas, Rin —puntualizó y se agachó inmediatamente para recoger el libro. Escuchó un balbuceo por parte de ella, pero no le prestó atención. Cogió aquel cuaderno estropeado y antes de levantarse lo vio.

La alarma de incendios se activó tempranamente, y las duchas impidieron que la parte que Rin más ansiaba borrar, se quemara completamente.

—¿Es por esto que...? —susurró, pasando a verla con el lamento dibujado en sus ojos. Frunció sus labios al no escuchar una rápida respuesta.

—Te dije que alguien más lo botara —musitó antes de dar la espalda. Dio un paso hacia la puerta de salida, y no pudo caminar más al ser retenida por la mano del rubio—. Len, suéltame.

En silencio y con el cuaderno en su otra mano, se levantó. Soltó un nuevo suspiro, intentando dejar salir su súbita indignación. Se colocó al lado de ella y con su brazo le acaparó el cuello. Nunca quiso ser demasiado afectivo con ella y romper aquella barrera que siempre debió existir. No se supone que juntara su cabeza con la de ella y le acariciara su cabello, eso no lo hacía un profesor. Pero fue irresponsable y lo hizo, y se sorprendió ante la agradable suavidad de su cabello. Se sentía bien consolarla así, se sentía bien abrirse y tratarla como algo más que una simple estudiante.

Ambos corazones revolotearon en secreto, y tal sencilla cercanía despertó la condena de cada uno. ¿Estaba mal que sus pechos ardieran al más mínimo roce de piel?

Para ellos, no. Para la sociedad, sí.

—Terminemos de quemarlo en casa.

«Tus padres deben estar retorciéndose en la tumba al saber la hija que concibieron, ¿no te avergüenzas?»

|Enséñame| RiLenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora