[2] Rin

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Que el misterio y la aventura patenten mi condena de quererte.

II: Cafetería

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II: Cafetería

No había sido la primera vez que le veía.

Su presencia lograba destacar de las demás, que actuaban imprudente e insensatamente. Se sentaba con su típica sobriedad, con sus ropas formales y elegantes, y jamás pedía un trago.

No encajaba allí.

Se dedicaba a mirar, a pasar el rato; con su incomodidad proyectándose ante cualquiera que le notara por al menos medio segundo. Nunca entendí porqué lo hacía, porqué asistía tan comprometidamente a un lugar que le resultaba tan poco placentero y que además, lo rechazaba tan vívidamente.

La cantina era una pocilga que solo acogía a aquellos que estaban dispuestos a vivir de ella. En mi interior solía burlarme de él, que más que de pocilgas, parecía vivir de castillos y lujos. Imaginé que su cita más alocada había sido en una cafetería, y que mientras en el bar solo escuchaba gritos y alboroto, probablemente fuera de allí su música preferida era la ópera.

El estereotipo no falló. Al conocerlo demostró su serenidad a primeras, y su galantería delató que no era un ser más de aquel bar, sino un caballero que asistía allí por alguna justificada razón.

Era ridículo, pero para una persona como yo, que buscaba desesperadamente ocupar sus pensamientos en otra cosa que no fuera la muerte de sus padres, resultó intrigante y atrayente conocerle más. Y quizás impulsada por esa razón es que me permití escucharle, y no apartar su mano hasta que me guiara a la tienda. Que me comprara una botella de agua me pareció tan absurdo que casi reí. No era de esperar detalles de nadie y menos de desconocidos. Pero negarme ante él era raramente difícil, y a pesar de que aceptarla era permitirle acercarse más, terminé por hacerlo.





—¿Por qué te haces la adulta? —Fue lo que me preguntó otra noche en el bar. Esa vez se había sentado junto a mí en la barra, e incluso me había invitado a un trago. Me extrañó que patrocinara mi consumo de alcohol, pero no lo cuestioné y, al contrario, lo disfruté.

Solía hablar mucho, más que todo cuestionarme. Había entendido ya que detrás de cada palabra tenía un propósito, pero todavía no sabía cual. Yo era al revés: corta de respuestas y preguntando poco. Aunque las dudas en mi cabeza eran muchas.

Siempre terminaba por dejarme en blanco. Quería responder vagamente sus preguntas, contestarle sin decir nada en concreto. Pero eso jamás me salía y, en todo caso, terminaba por escupirle todo. Aquel efecto que tenía en mí me irritaba y, paradójicamente, me curioseaba aún más.

—¿Acaso tiene algo de malo? —contrainterrogué.

—Nunca dije que lo fuera —atacó, con una sonrisa triunfante en sus labios al saber que había ganado. Suspiré.

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