huir

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Pasó una semana, quizá más, cuando la vi ocupada con su casillero mientras un tipo sonreía detras suyo y le hablaba muy de cerca. Un par de ojos chocolate me obsevaron de reojo y después se apartaron de vuelta al chico, parecía exahusta.

Decidí no inmiscuirme en sus asuntos cuando un golpe seco resonó a través del pasillo.

Decenas de ojos clavados en Astrid y aquel desconocido, quien estaba ahora de espaldas contra el casillero acomodándose la chaqueta del colegio con una sonrisa renovada y voluble. Ella se alejaba a paso apresurado.

Quise correr en su dirección, tomarle la mano y mirarla, decirle que todo estaba bien, que todo estaría bien. No. En su lugar, me quedaría en silencio, dejaría que el contacto de su mirada con la mía hablara por sí misma. Dos amantes que no saben lo que son hasta que lo son.

Sus pasos ágiles hicieron que se mezclara entre el resto de estudiantes, como alguien que pretende no ser visto pero acaba llamando la atención en cuanto desapaerece.

Astrid jamás pasaría desapercibida, con aquellas chaquetas al estilo de los ochentas, y las medias rotas, y las camisetas estampadas y el cabello revuelto. Ni siquiera cuando trazaba dibujos en una hoja en blanco, ensimismada y lejana.

Le pregunté qué plasmaba en aquellas páginas. Ella, sin despegar los ojos del papel, contestó:

"No lo sé, sencillamente dejo que mi dedos sigan el camino que desean. Al menos esta parte mía puede hacerlo".

Lo hacía a ratos, cuando la mitad de su perfil me permitía ver su nariz pequeña y las pecas esparcidas desde las mejillas hasta la punta de esta. La observaba trazar líneas sin despegar el lápiz, en los momentos en los que nadie se interesaba en que alguno de los dos prestara atención. Días después me surgió un nuevo cuestionamiento.

"¿Por qué entonces no dibujas solo con los dedos?"

La escuché reir por primera vez, fue una risa corta, como un suspiro. Así que no dijo más.

Esa misma tarde la descubrí sentada bajo el antiguo manzano, las hojas resplandecían verdes como nunca lo había hecho con Astrid en su yugo. Llevaba pantalones sueltos, los cuales descocía, ajena al presente, desde la parte desgastada de sus rodillas. Ella era pequeña comparada con la figura imponente que se detuvo a su lado y evitó que me acercara. Aunque no por mucho tiempo. Cuando la sujetó de la muñeca igual que un saco de papas decidí intevenir pidiéndole que la soltara. Él rió. «Será mejor que te alejes, niñita» dijo. «Lo haré si la sueltas» respondí.

No era tonto. Sabía que me golpearía sin importar nada. Sin embargo, aquel tipo se dobló en dos cuando Astrid le propinó un golpe en el estómago con una de sus rodillas huesudas. Luego me cogió de la mano y echamos a correr. C. era un pueblo tranquilo, sólo nosotros dos entre las callejuelas de ladrillos rojos. El cartero pasó a nuestro lado echándonos una mirada inquisitiva.

Nos detuvimos al llegar al malecón del puerto. El viento fresco acarició su frente perlada en sudor. Los dos respirábamos agitadamente. Astrid se soltó del agarre y en seguida acunó mi rostro con ambas manos. La luz blancuzca me hizo caer en el iris café de sus ojos, rodeado por una corona verde oliva. Luego pensé en sus pestañas cortadas por ella misma como un acto de rebeldía.

"Eso fue muy estúpido" dijo en voz baja, como la regañina de una madre. "¿Qué
habrías hecho después?"

"No lo sé" admití.

"Tampoco yo".

Su respiración mezclada con la mía, el tacto cálido de sus dedos y el sonido del oleaje.

Pronto mi piel advirtió el abandono de sus manos, que se remarcó al verla alejarse sin decir nada. Me quedé estático con su silueta diluyéndose en la lejanía, como las aves sobrevolando el mar al ocultarse el sol.

¿Qué habría hecho?

Habría recibido el golpe, y me habría puesto de pie para ser yo quien cogiera tú mano y huyerámos luego como acabábamos de hacerlo.

Quiero decirte que habría hecho menos de lo que has hecho por mí esta tarde.

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