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1997Lexender, a los diez años, era feliz

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1997
Lexender, a los diez años, era feliz. Su preocupación más grande radicaba en si haría buen tiempo para volar su cometa. Si llovía, o hacía frío, tampoco podría explorar por entre los árboles del jardín del patio trasero, porque mamá no lo dejaría.
Si había algo que Merderich Herluy no permitía a su hijo, era salir bajo condiciones meteorológicas inestables. Entonces, no era de extrañar que la mujer sacara la cabeza por la ventana de la cocina, en ese preciso momento, y le gritara al niño que entrara. Las nubes arremolinándose en el cielo hicieron que Lexender plegara su cometa sin más.
—Bien, hijo, me gusta cuando eres obediente —Tac, tac, tac, hacía el cuchillo que partía zanahorias sobre la tabla de madera. Merderich sonrió a su hijo, pero era una sonrisa cansada, escurrida, propia de quien cría y cuida sola a un hijo; la clase de sonrisa que Karju Cosle, el padre de Lexender, jamás esbozaría. Abandonar a la familia fue el antídoto de Karju contra el hartazgo de la vida familiar.
—Sí, mamá
—Me gustaría que te ducharas, así aprovechamos para que te cambies esa ropa tan ligera. El suéter de lana, será mejor que te lo pongas. Y date prisa, la comida está casi lista. No quiero que te marees por no comer a tus horas.
Lexender obedeció de manera mecánica. Las órdenes de Merderich era mejor acatarlas, o la mujer se enfadaba. Lexender sabía que su madre estaría contenta si pudiera tenerlo en una burbuja. Las facturas médicas eran caras... El suéter de lana le picaba mucho, el niño lo odiaba, pero igual mejor se había acostumbrado ya a vestirlo. Hasta el próximo cumpleaños, decía mamá, quizás Lexender tendría otro más suave.
La comida de Merderich siempre lo consolaba. Sus platillos, aunque sencillos, siempre eran deliciosos. La sopa de verduras, humeante en la cálida cocina, con la lluvia golpeteando fuera, le retorció el estómago con un rugido famélico. Al primer bocado se quemó la lengua, pero no le importó. Estaba tan bueno como esperaba.
Una gota roja cayó en el cálido caldo claro. Lexender se tomó la cabeza, pues le giraba... Antes de que Merderich pudiera lanzarse a detener su caída, el niño resbaló de su asiento e impactó la cabeza contra el suelo.

Al despertar Lexender, se encontraba a oscuras en el suelo de la sala. Era su casa, solo que a oscuras. Un tic, tac insistente sonaba amplificado en sus oídos.
Antes de poderse preguntar qué rayos hacía en el suelo a oscuras, escuchó a mamá en la cocina. Seguro se había quedado dormido de nuevo, a veces le pasaba... Solo que Merderich, en realidad, no estaba por ningún lado. La casa estaba desierta. El niño no se asustó, seguro habría salido, los cabellos cortos y pelirrojos de su nuca se erizaron.
¿Había alguien allí detrás?
—Ellos, ellos, ellos, ellos, él, él, él, él —Lexender soltó un pequeño salto hacia atrás y se encaró a dónde provenía esa vocecita. Había una niña parada en la entrada de la sala. Pero, no cualquier niña. Esta tenía el pelo rosa. Sí, rosa.
— ¿Qué haces en mi casa?
—Nadie podrá escapar —. Lexender se rascó la cabeza y se acercó a la visitante, que no dejaba de verlo con unos ojos azules muy abiertos, como de persona loca.
—¿De qué hablas?
—Nadie —el niño hizo una mueca de fastidio. El cabello rosa no era lo único extraño acerca de esa niña.
—Eres muy rara. Si nadie te lo ha dicho, pues ya está. —Lexender estiró la mano y encendió la lamparilla de pie en la esquina de la sala. Como si hubiese estado esperando esa acción de Lexender, la niña gritó. El grito no cesó, ni siquiera como para que ella tomara aliento. En lugar de eso, continuó incrementando de volumen.
Lexender se tiró al suelo con las manos en las orejas, respondiéndole a gritos que se callara porque lo estaba lastimando. La surreal situación culminó cuando la niña se iluminó como si se encendiera por dentro, y su cabello se alzó como si lo levantara el aire. Lexender cerró los ojos cuando de ella surgió una ráfaga de rayos multicolores.

𝐍𝐨 𝐄𝐬 𝐔𝐧 𝐒𝐢𝐦𝐩𝐥𝐞 𝐑𝐚𝐲𝐨 ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora