Cuando una lanza una mirada retrospectiva hacia el pasado, ya sea porque esté ojeando viejas fotografías, porque toque una necesaria limpieza en el guardarropa o en alguna de esas innumerables maletas que todas las mujeres tenemos tendencia a acumular sin remedio ni solución, entonces, por lo menos en mi caso, surge una pregunta a medio camino entre lo existencial y lo puramente banal, esta es: ¿Cómo me podía a mí encantar algo tan horroroso como esto que sostengo entre las manos? Si debía parecer una cucaracha.
O: “En esa foto en la que estoy tan sonriente y feliz vestida cual niña de la casa de la pradera con dos trencitas a los lados de la cabeza, ¿qué leches estaba pensando?” Después de una ardua y sesuda meditación, llego a la conclusión de que hay muchos elementos que intervienen en el resultado final: influencias externas, como el caso de las tendencias del momento, amigos, familia, sitios por los que sales y un largo etcétera; pero también factores internos ,y esto es lo que llama más mi atención.
No somos sujetos estáticos sino sometidos a un constante devenir. Decía Heráclito: “Nunca te bañarás dos veces en el mismo río.” A lo cual yo podría añadir: “Ni te mirarás dos veces en el mismo espejo.” Porque tú habrás cambiado. Vamos evolucionando, probando, encontrándonos a nosotros mismos a base de ensayo y error.
La ropa no es algo tan insignificante como a simple vista pueda parecer, si nos detenemos un momento y observamos a sus portadores, esta nos revelará mucho de ellos. Nos habla de sus gustos, de su forma de vivir, ¿van más arreglados o menos? ¿Prefieren lo clásico (son más conservadores)? ¿O arriesgan al límite? Los escotes y las minis están prohibidos (muy religiosa o muy cohibida); no prestan atención en absoluto a su imagen (o es un genio o tiene una depresión aguda); llevan distintivos o logos (pregonan a gritos: “Pertenezco a tal o cual colectivo”); uniformes (“Esta es mi profesión”) ; ropa cara y marcas (“Aquí está mi estatus.”) igual de cara pero alternativa (“Soy rebelde porque el mundo me ha hecho así”) .
En definitivas cuentas, tantas opciones como uno pueda imaginar, pero, lo realmente representativo, no es esto, que puede parecer algo evidente, sino que todos podemos, y de hecho lo hacemos, pasar por varias de estas facetas u opciones vitales, y no siempre algunas coherentes con las anteriores. Se puede pasar del cuello de cisne al palabra de honor o de la sudadera ska al polo con caballo de tamaño real, ese que una conocida marca luce como orgulloso distintivo de la casa (si alguien acude como invitado a vuestro hogar con dicha prenda no seáis desconsiderados y tened en cuenta las necesidades del equino, ofreciéndole un cuenco con agua. Decía una amiga mía que si las dimensiones del cocodrilo, emblema de otra firma, alcanzaran tal magnitud, la camiseta tendría que venir acompañada de un certificado de posesión de especies exóticas).
Todo esto no es fruto del azar, no, obedece a una lógica, aunque a veces nos resulte difícil seguir la conexión existente entre el punto “A” y el punto “Z”, ya que todas las letras intermedias a lo mejor no quedan en la superficie, pero estar, están en algún lugar. Quizás habitaban latentes en el interior del sujeto o, tal vez, obedezcan a algo tan curioso como los estados de ánimo, no esos explosivos que duran minutos o horas, pero que al final se diluyen, sino otros mucho más profundos, arraigados en nuestra inconsciencia y que durante una etapa de nuestra vida configuran nuestra personalidad: La rebeldía de la adolescencia con su necesidad de reivindicarse. La irascibilidad fruto de trajín hormonal que se opera en nuestro organismo. La alegría, éxtasis y melancolía que se alternan en nuestras primeras incursiones amorosas y sexuales.
También son nuestros sastres la tristeza por la pérdida de un ser querido o las desilusiones de la vida.
Años después, la tranquila satisfacción de aceptarnos y querernos tal y cómo somos y no como desearíamos ser. El llegar a un acuerdo entre cuerpo y mente para lucirse y lucirlos. La madurez del espíritu en constante cambio.
Llegarán luego tiempos en los que solo veremos nuestro exterior como una jaula de huesos que cubrir con algo a lo que no daremos importancia antes de que llegue el vestido final de la mortaja.
Y es que, lo que llevamos por dentro, rezuma por fuera.
Yo, por mi parte, he notado esos cambios que me han traído de una etapa hippie, de amor a la humanidad, al negro riguroso de lo sombrío de mi espíritu cuando sentía que todo era oscuro a mí alrededor. De las camisas holgadas y las faldas largas durante esa fase en la que aborrecía mi cuerpo porque no se ajustaba a mis expectativas, a los escotes de vértigo y las minis impúdicas porque solo se es joven una vez y porque lo que se van a comer los gusanos pues que lo disfruten los humanos. De los colores apagados a todos los del arcoíris porque la vida esta llena de matices, con lo que hay que tener para un roto y un descosido.
Vestimos el alma, no el cuerpo.
Sigo conociéndome y cada día aprendo algo nuevo, porque en la moda, como en la vida, nunca te mirarás en el mismo espejo, a lo mejor en uno parecido, pero nunca en el mismo.