Capítulo 24

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Al otro día, las mujeres de la casa Hallström se levantaron tarde. Amelia ya estaba abajo tomando desayuno y su madre aún no se dignaba a aparecer. No podía creer que le hubiese afectado tanto el hecho de que su padre tuviera contacto con Francesca, lo suficiente para que dejara de comer y abandonar sus costumbres madrugadoras. Ya estaba llegando a los sesenta y aún se comportaba como una adolescente malcriada y egocéntrica. Ni siquiera Francesca se comportaba así.

Justo estaba pensando en su niñita cuando la sintió bajar las escaleras. Por más que se dedicara a enseñarle a bajar las escaleras como una señorita, igual se las arreglaba para correr por estas como mala de la cabeza. No quería empezar el día con el pie izquierdo, así que se ahorró su comentario, aunque le costó bastante. Su hija la saludó y pudo percibir el impulso de darle un beso de buenos días, algo que no veía en ella desde que tenía unos cinco años, pero Francesca se fue a su puesto algo sonrosada. Eso era un avance, el cual ella valoraba mucho.

 — ¿Cómo amaneciste cariño?

— Muy bien, madre. Dormí excelente, ¿y tú?

— Igual. Linda, cuando llegaste ayer con Kerena, ¿te encontraste con tu abuela?, es decir, ¿estaba acá?

Francesca la miró extrañada y le respondió:

— Sí, estaba aquí cuando llegué, pero según Kerena estaba dormida. Yo, por las dudas, subí a verla y estaba recostada en su cama. No la molesté y me fui a la cocina hasta que llegaste tú.— La volvió a mirar inquisitivamente y para la pregunta que le hizo su hija, Amelia no se encontraba preparada,— ¿Dónde estabas, madre?

Tosió un poco, sintiendo los ojos de su hija clavados en ella. Recordaba a la perfección su tarde con Rolf, su conversación... los besos. Se serenó y prefirió contestarle con una pregunta que sabía que Francesca aceptaría inmediatamente:

 — He pensado que te gustaría que hoy tu y yo nos dediquemos a las lecciones de piano. Lo más seguro es que mi madre no pueda levantarse, así que, si tu lo deseas, podríamos tocar un poco hoy ¿Qué te parece?

Francesca la miraba incrédula. No podía creer la proposición que su madre le había hecho. Los días en que su abuela se dedicaba a ella, le había contado lo prodigiosa que era su madre en el piano, su forma única de tocar, la cual había heredado de ella. Sabía que esa nota de ego que le añadía significaba que de alguna forma de verdad se sentía orgullosa de su hija. Pero como buena observadora se había dado cuenta que a su madre poco le gsutaba que su abuela siempre la mirara de esa forma, como si fuera menos. Al menos Amelia Baldecchi no era así con ella. De hecho, casi nunca la tomaba en cuenta.

—  ¡Por supuesto madre! ¿Vamos ahora?

Amelia le sonrió y se terminó de tomar su desayuno tranquila. Kerena traía el de Francesca y empezó con su chachara sobre lo irresponsable que era la cocinera, que ella no tenía que hacer esas cosas, que le diría a la señora y cuando llegó a ese punto se fijó en el puesto vacío de la cabecera de la mesa. Cesó sus comentarios y se llevó la bandeja en silencio. Ingeborg percibió en los ojos del ama de llaves cierta tristeza y pudo ver como se ponían brillantes, como si se estuviera aguantando las ganas de llorar. Le pareció raro, pues Kerena Lindberg era del tipo de personas que nunca lloraba, por muy mal que estuviera, puesto que teniendo en cuenta el estado mental de las personas para las que trabajaba, lo mínimo que podía hacer era ser la cuerda y controlarlas a ellas.

Amelia agitó su cabeza y esperó a que Francesca terminara con su desayuno. Pasaban los minutos y su madre aún no bajaba. Se empezó a preocupar, ya que si había algo que Astrid Hallström nunca hacía era levantarse tarde, menos si ese día podía ocuparlo en sus clases de ballet. 

— Kerena, ¿mi madre hoy tiene clases?

— Sí, después de almuerzo. Iré a verla por si necesita algo. ¡Que tengan un buen día preciosas!

Le acarició el rostro a Francesca y se fue a la cocina, algo cabizbaja y maldiciendo a la cocinera. Su hija terminó su té y amabas se levantaron para ir al estudio donde se encontraba el piano. Amelia sacó una partitura simple para que practicara, ya que al evaluar la forma de enseñar de su madre, se había dado cuenta de que pretendía poco menos que tocara a la perfección todos los preludios de Chopin. Dedicaron gran parte de la mañana a estudiar la partitura, logrando buenos resultados. Se sentía verdaderamente orgullosa de los avances de su hija.

Por su parte, Francesca se sentía dichosa. Su abuela era excelente en lo suyo, pero cuando se trataba de compartir sus conocimientos en esa disciplina no tenía mucha paciencia. Era tan perfeccionista que daba la impresión de no conocer el grado de principiante. Era como si nunca hubiese sido una pequeña que necesitaba de otros para aprender.

— Creo que para ser nuestra primera lección, has progresado bastante cariño. Mañana volveremos con esta partitura y veré si encuentro otra para que la practiques. ¡Felicitaciones!

— Gracias madre. Pero, — Se levantó y la miró sonriente— Aún no sé como tocas tú.

Acercó una de las bancas de que estaban apoyado en las paredes y lo acercó al piano. Amelia se estaba poniendo roja, pero aún así al ver la cara de su hija tan interesada en escucharla le dio el valor que necesitaba para acomodarse en el banquillo, inspirar, decirse a sí misma que se calmara, expirar y comenzar a tocar.

Francesca no creía en las palabras de su abuela. Al menos hasta ese momento. La prolijidad, pero por sobre todo la delicadeza con que sus dedos recorrían cada tecla era tan única, que podía sentir flotando la esencia de su madre en cada nota. No tocaba por tocar, eso estaba más que claro. Su alma se reflejaba en la melodía. 

>> ¿Por qué habría ocultado eso tan bello? Mi madre es algo más que la esposa políglota de un afamado empresario. Debajo de todas esa máscaras de mujer frívola, hay un corazón... Un corazón de verdad.

                                                                        *        *        * 

Amelia terminó de tocar, levantando lentamente sus manos del piano. Giró su cabeza en dirección a su hija y le sorprendió verla con los ojos llorosos. Francesca se acercó pausadamente y se tiró a sus brazos, hundiendo su cabeza en el hombro de ella. La mujer la abrazó con fuerza y le acarició el cabello sedoso y perfumado. Recordaba perfectamente las palabras de su padre diciéndole que la música reunía a las personas tanto como los lazos de sangre. Quizás por eso se sentía más unida a él que a la gran Astrid Hallström. Con él siempre practicaba, compartía su fanatismo por Chopin y lo escuchaban aún cuando su madre no quería. Quizás algo bueno tendría su viaje. Se estaba reencontrando con su hija gracias a lo que había dejadp por suponer que eso era algo malo. De verdad que era estúpida para ese tipo de cosas.

>> Malditos genes Hallström— bufó mentalmente.

— Creo que será mejor que salgamos de acá cariño— le dijo algo emocionada Amelia, mientras se sorbía la nariz.— Mañana continuaremos.

— Gracias madre— Notó cierta vacilación en su voz— Te quiero mucho... mamá.

Le dio un beso en la mejilla y se fue. Amelia se acarició la parte donde su hija la había besado y suspiró profundamente. Su día estaba resultando de maravilla y tenía la convicción de que estaba por fin estaba haciendo las cosas como se debían. Algo de Baldecchi corría por sus venas.

Cerró la cubierta del piano y se fue con una sonrisa de oreja a oreja. Quizás Francesca no fuera el fruto del "verdadero amor", pero eso no quitaba que fuera lo más seguro que tenía en su vida. Se levantó antes de tener que cruzarse con Astrid Hallström, porque lo que menos quería era escucharla, teniendo en consideración el avance con su hija. Dejaría esa conversación para otro momento.

La Utopía de la Familia PerfectaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora