Mi euforia espiritual se disipó con naturalidad. En algún momento uno tiene que bajar de las nubes y vivir la realidad. Repito que es como cuando uno se enamora. Esa euforia es temporal. Es lindo no poder comer, dormir o pensar en otra cosa que en la persona de la que te enamoraste loca y profundamente. Pero si esa sensación continuara, a un nivel tan intenso, jamás podrías hacer nada. No podrías operar. No serías capaz de trabajar. Ni de lidiar con tus responsabilidades diarias. Así que no podía vivir para siempre alimentándome de la sensación de éxtasis. Tenía que aprender a equilibrar mi nuevo entusiasmo con las realidades de la vida.
A pesar de que mi vida forjaba un nuevo camino de esperanza, todavía tenía muchos problemas internos que necesitaba ordenar y reparar. El trauma del abuso sexual que sufrí en el pasado y los consecuentes patrones de pensamientos dañinos no iban a desaparecer por sí mismos, ni en un instante. Llegaría a sanar, pero con el tiempo, y poco a poco. No es algo que pudiera entender al principio; esa falta de entendimiento fue lo que me permitió volver justamente a todas esas cosas que me llevaron al punto de ruptura.
Al salir del hospital empecé a ir a una iglesia no denominacional, que era distinta a lo que yo pensaba. Aunque no hay una perfecta y en toda congregación habrá un grupito de hipócritas, en general hallé que los cristianos de esa a la que asistía eran muy sinceros y auténticos, personas que viven lo que predican. Ellos me orientaron con su ejemplo. Provenían de diversos orígenes y estilos de vida. Y me enseñaron que Jesús es el fundamento de la iglesia, el que nos une a todos. Podíamos respetar nuestras diferencias dado que teníamos a Cristo en el centro de todo. Mi afán por saberlo todo sobre esa fe que acababa de encontrar, era un hambre insaciable. Durante los seis meses siguientes asistí a la iglesia fielmente todos los domingos, semana tras semana ocupé el primer banco. Iba a los estudios bíblicos. Tuve como mentores a diferentes líderes. Leí libros. Incluso llamaba por teléfono a los pastores a toda hora del día y la noche (¡ cuánto lo siento, amigos!), para preguntar cosas y pedirles que oraran. Era una esponja espiritual.Cuanto más conocimiento absorbía, tanto más me distanciaba de mis amigos fiesteros. No es que pensara que era mejor que ellos porque mi vida tomaba un rumbo diferente. Es que ya no teníamos mucho en común. Yo ya no quería pasarme las noches y los fines de semana como loca, drogada o borracha, o buscando tipos. Quería llevar una vida limpia. Iba en dirección distinta a la de mis amigos y poco a poco las relaciones que había formado, mayormente por el denominador común de las fiestas y las borracheras o drogas, empezaron a disolverse.
Unos meses después de mi encuentro me sentí frustrada porque algunos problemas con los que batallaba no desaparecían. Pensé que después de vivir una segunda oportunidad, me convertiría en una persona completamente diferente. Pensaba que me libraría automáticamente de los malos hábitos, que sería menos insegura, que ya no deambularía. Creí que mis tendencias no saludables, mi ira y mi amargura desaparecerían como por arte de magia. Pensé que me convertiría en una Pollyana que sonreía todo el tiempo, era siempre positiva y jamás decía una mala palabra (ni en voz alta, ni en su mente).
Creo que muchos cristianos bien intencionados tratan de usar las Escrituras como una bandita, para cubrir una herida. A veces eso los lleva a la confusión, como ocurrió conmigo. Uno de los pasajes de la Biblia que más confusión me causaba era 2 Corintios 5: 17 (NVI): «Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!». Eso me costaba porque aunque espiritualmente era nueva, la vieja forma de vivir no había desaparecido por completo en mi caso: no me había librado del todo de mis malos hábitos, inseguridades y retraimiento.
Peleaba contra la urgencia de fumar, me pesaban los sentimientos de rechazo y me daban ataques de terrible ansiedad. Me costaba mucho conciliar la antigua yo con la nueva. No entendía que todavía me faltaba sanar y mucho. La sanidad requería tiempo, terapia y esfuerzo. En particular, tiempo más que nada. Como no entendía eso, me sentía más y más frustrada. Me castigaba por no ser perfecta. Tenía que aprender a «ocuparme en mi salvación» poco a poco (ver Filipenses 2: 12, RVR60).

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Del ABISMO A LA LUZ
Random"A mi Padre celestial, por ser el Redentor al que nadie supera". bueno este es el libro de PATTIE MALLETE ( LA madre de Justin Bieber) se que algunas personas quieren leer el libro pues le are el favor de leerlo espero que lo disfruten no importa...