Pasé la mayor parte de mis primeros años adolescentes en mi cuarto, aislada del resto del mundo y de mis oscuros recuerdos. Me enterré de cabeza en mis diarios personales, donde escribía furiosa que la vida era un asco y que me sentía terriblemente mal. Ese era el origen de mi depresión, sus coletazos se hicieron sentir ya entrada en la vida adulta. No sabía cómo lidiar con mi dolor, por lo que escribía un poema tras otro, relatando en todos la historia de una niña con el corazón roto. Mis palabras pintaban la imagen de una crisis de identidad adolescente, de mi evidente depresión e indicios de la confusión causada por mi trauma sexual.
Lo intento, con esfuerzo para ser lo que los demás quieren que sea. Vivo siendo alguien que no soy, por eso, no sé quién soy... Duele tanto fingir. Siento que no encajo en ninguna parte... Soy responsable de lo que hago, de las decisiones que tomo, pero las malas decisiones llegan y los desastres también. Cuando te guardas cosas dentro, como la frustración, la ira o la confusión, la idea del suicidio puede aflorar... Nadie conocía la clase de cosas destructivas que iban carcomiendo mi corazón. Aparte de lo que pudieran ver como propio de una chica rebelde, al principio en breves estallidos, mi familia quizás no tuviera idea de que algo andaba mal. Uno quiere que los que se suponen que nos aman más que a nadie, incluso incondicionalmente, se tomen el tiempo para ver más allá de la confusión o imperfección de uno y le ayuden; pero no sentía que mi mamá ni mi padrastro tuvieran interés alguno en hacerlo. Supongo que es difícil tener hijos adolescentes y, más que eso, debe ser dificilísimo poder descifrar los jeroglíficos de un adolescente quebrantado, destrozado.
Nuestra familia raras veces pasaba momentos juntos, aparte de las comidas. Para esa época, mis hermanos ya habían dejado la casa, por lo que a menudo me sentía bastante sola. Quizá no lo demostrara, pero quería hacer cosas en familia, aunque solo se tratara de hacerlas con Bruce, mamá y yo. Podríamos pasear en bicicleta. O practicar algún juego por las noches. O ir a un evento deportivo. Pero no hacíamos mucho más que mirar televisión. En nuestra familia la comunicación no se consideraba gran cosa. Aparte de platicar un poco sobre cosas mundanas como el clima o la escuela, la verdad es que no hablábamos demasiado. Definitivamente, no expresábamos con franqueza lo que sentíamos unos con otros. Una tarde, al volver de la escuela, me senté a la mesa de la cocina mientras comía unas papas fritas con ketchup (muy populares en Canadá), cuando sonó el teléfono. —Hola. —Chris Zehr tuvo un accidente automovilístico —me dijo una amiga del otro lado de la línea, respirando con dificultad—. Ha muerto. Tragué saliva. Me cubrió una sensación de incredulidad. Mi mente se llenó de recuerdohace Conocía a Chris desde que yo tenía tres o cuatro años. Nos cuidaba la misma niñera y en la escuela primaria siempre estábamos juntos. Cada vez que yo festejaba mi cumpleaños en esa época, Chris estaba en la fiesta. Con los años, dejamos de vernos tan seguido pero cada tanto nos manteníamos en contacto. Pensé en su mamá. Era soltera y Chris era su único hijo. ¿Cómo podía ser tan cruel el destino? Colgué el auricular y corrí escaleras arriba, hacia mi cuarto. La noticia me dejó sin aliento. No podía respirar. Me eché sobre la cama y físicamente sentí cómo avanzaba el dolor abriéndose camino entre cada grieta de mi corazón. La tristeza pavimentó la vía a otras emociones más profundas que no podía entender. Sollocé y lloré, histérica, haciendo tanto ruido que Bruce se acercó para ver qué pasaba. Dio unos golpecitos en mi puerta y entró. Se veía más molesto que preocupado. —¿Qué problema tienes, Pattie? —Estoy triste —logré balbucear entre los sollozos que me estremecían—. Mi amigo acaba de morir. Bruce largó un suspiro, exasperado. —Oh, deja eso. Mi amigo Jimmy murió hace unas semanas. Y no me viste llorando o haciendo escándalo por eso, ¿verdad? Parpadeé, con los ojos llenos de lágrimas, no pude pronunciar palabra. ¿No se supone que uno llora cuando se le muere alguien? (Ahora que lo pienso, tal vez Bruce, como mi mamá, se sentía incómodo ante las emociones profundas y no sabía cómo responder. Lo que sé es que no le gustaba verme tan mal). Ese mismo día hablé con mi mamá y le conté lo que había pasado. Quería su permiso para estar triste. Tenía que oír de su boca las palabras que me indicaran que era correcto llorar. —Mamá, Bruce dijo que no tengo que ponerme mal. Ella se veía incómoda. Era una conversación que tal vez debíamos tratar con guantes de seda, pero al instante cortó todo trasfondo emocional. —Bueno, eso me decían cuando murió Sally. Decían que llorar solo es una forma de sentir lástima por ti mismo. En retrospectiva, lo que ella dijo rompe el corazón. ¡Qué triste, que mi mamá nunca haya podido llorar como debía la muerte de su hija, expresando sus emociones! ¿Cómo podía esperar que me diera permiso para llorar, si ella misma no se lo había permitido? Mamá no era naturalmente de las personas que se conmueven, no mostraba sus sentimientos. Era directa. Al pan, pan y al vino, vino. Por desdicha, como resultado, lo que pudo haber sido un momento de enseñanza o una oportunidad para consolarme, pasó sin más. Una vez más recordé que lo mejor era callar. Los sentimientos no servían para nada, todo lo que pudiera hacerme sentir algo había que ignorarlo, sepultarlo o barnizarlo superficialmente. Punto. Sé que mi madre reconocía la tensión existente entre nosotras. Incluso admitía a veces que no podía hablar conmigo, no había identificación ni relación. Sin embargo, reconocer la tensión no solucionaba las cosas. Como cualquier otro que haya pasado por una experiencia traumática en la infancia, todo eso me dejaba llorando por dentro, por los reiterados abusos que había vivido. Anhelaba pedir ayuda, purgar todo lo que había tenido cerrado en mi espíritu, todo lo feo, toda la vergüenza. Me moría por contarle a mi madre las injusticias que había tenido que soportar, por decirle que me sentía sola, que tenía miedo. Pero no sabía cómo hacerlo. Por desdicha, no sabía cómo expresar con palabras esos sentimientos profundos, así que casi todo lo que lograba expresar era gritando o de forma irrespetuosa. A veces me acercaba a mamá con lágrimas en los ojos por haberme peleado con alguna de mis amigas o porque me molestaban, pero ella siempre respondía de la misma manera. Una vez tras otra me decía: «No sé cómo lidiar con eso, Pattie. Mi mamá jamás hablaba conmigo, así que no sé cómo hacerlo contigo. Ve y busca al consejero de la escuela, o habla con alguna de las madres de tus amigas. Yo te amo, pero no sé qué decirte». Y eso era todo. Aunque mi madre fallaba en cuanto a comunicación o para expresar afecto, era buenísima para actuar. Puedo ver que su «lenguaje del amor» es el de «la acción del servicio» (Cinco lenguajes del amor, de Gary Chapman, es uno de mis libros preferidos. Léelo para que descubras cuál es tu lenguaje). Eso quiere decir que demuestra su amor haciendo cosas por los demás. Cuando yo era chica, mamá trabajaba a tiempo completo en una fábrica. Pero siempre volvía a casa y se ponía a cocinar, a lavar la ropa, a conseguir lo que necesitáramos para la escuela, a ordenar el hogar y darnos lo que pudiera para que nada nos faltara. (Todavía le sigue gustando hacer todas esas cosas cuando voy a visitarla a Canadá). Hoy puedo ver el telón de fondo y entender su forma de ser. Pero cuando era adolescente, la verdad es que me hacía sufrir. No podía acudir a ella con cosas que para mí eran importantes. Como para contarle qué sentí cuando papá se fue, uno de los momentos más terribles. Su partida fue traumática. No entendía lo que pasaba, nadie me explicó nada. Estaba allí y, al minuto siguiente, ya no estaba. Como mi madre no podía reconocer mi sensación de confusión, creo que no la veía como alguien confiable, con quien poder hablar profundamente. Cada vez que iba a conversar con ella sobre algo que me molestaba, sentía por dentro que era más bien una carga para ella, y no una niña que necesitaba a su mamita. Por eso decidí, y a temprana edad, que mejor era dejarla tranquila. Todo eso me llevó a sacar algunas conclusiones no muy sanas: Que yo no era importante.
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Del ABISMO A LA LUZ
Rastgele"A mi Padre celestial, por ser el Redentor al que nadie supera". bueno este es el libro de PATTIE MALLETE ( LA madre de Justin Bieber) se que algunas personas quieren leer el libro pues le are el favor de leerlo espero que lo disfruten no importa...