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El capitán Portgas D. Ace murió una mañana de verano.

Pasaba más de media mañana, había un cielo azul sin nubes, un abrazante sol y una brisa que arrastraba la sal del mar hacia la cubierta. La suya era una muerte anunciada por varias semanas de antelación que no tomó por sorpresa a nadie.

Hacia mucho tiempo que no dirigía a su tripulación per se, sin embargo, el respeto que había ganado antaño le era suficiente para mantener el orden y la lealtad de sus hombres. Se le solía ver, apacible, mirando el horizonte desde el castillo de proa.

Su cuerpo fue encontrado en la cama de su camarote, envuelto entre sábanas. Aún conservaba algo de calor, no habían aparecido en él los fenómenos cadavéricos tempranos y su color apiñonado, quemado por el sol, aún no cedía ante las livideces propias de la muerte.

La noticia viajó a cada rincón. Todos lo esperaban, todos lo lamentaron.

Su segundo al mando, su allegado más cercano, fue quien se encargó de prepararlo a puerta cerrada. Pidió un balde de agua tibia que llevaron sin demora. Lavó su cuerpo con la misma devoción que le había mostrado en vida. Lo vistió con lo mejor de sus prendas sin olvidar, claro, aquella capa de satín rojo que tanto le gustaba. Prosiguió con cuidado envolviendo a su difunto capitán con la habilidad propia de aquel que ha practicado innumerables veces.

Tuvo el detalle de colocar sus brazos sobre su pecho; en su mano derecha llevaba la daga con la cual venció inmemorables veces y en su izquierda, una humilde cruz de madera. Se arrodilló a su lado y se tomó un momento para despedirse en silencio de su rostro pecoso. Su expresión denotaba tanta paz que por un momento sintió envidia...

Pasaba más de media tarde, había un cielo azul sin nubes, un abrazante sol y una brisa que arrastraba la sal del mar hacia la cubierta. Hubo llanto por parte de unos, solemne silencio por parte de otros, mientras su cuerpo era llevado a estribor, descansando sobre dos tablones de la misma cubierta. Su última marcha fue como él la habría querido, musicalizada por su violinista quien interpretaba aquella canción pirata que tanta nostalgia traía.

Y ahí estaba el capitán Portgas D. Ace, ahora tan vulnerable. Descendió con cierta gracia hasta las aguas turquesa del Caribe Americano. Los dos hombres que tuvieron el honor de maniobrar las poleas, lo hicieron de forma lenta, pausada, como quien quiere retrasar lo inevitable.

Se dijeron oraciones de todas religiones, se nombraron sus más memorables batallas, a la par que la mortaja -impecablemente blanca- flotaba lejos del navío, siendo arrastradas por las impulsivas olas del mar. Fue hundido con parsimonia, no como una piedra cuando es arrojada al agua, más bien como si el mismo océano lo reclamara, envolviéndolo con su manto celeste.

Se tributaron flores secas que fueron conservadas en medio de libros, se tributaron monedas de oro, plata y bronce. Su tripulación, hombres y mujeres que le conocieron más allá de su leyenda, arrojaban objetos que a ellos les parecieron preciados para acompañarlo en su último viaje. La superficie del agua pronto se llenó de color porque, sobre el mar, cualquier pena parece insignificante.

Hubo música y alcohol, hubo baile y comida. No era un funeral al que asistían, era una fiesta para celebrar su vida.

Pasaba más de media noche, había un cielo sin luna, pocas estrellas iluminado el firmamento y una brisa que arrastraba la sal del mar hacia la cubierta. El nuevo capitán ya estaba harto de comer y mareado por la bebida. Regreso con paso tambaleante hasta su nuevo camerino. Era tan grande, era tan vacío. Constaba de una humilde cama, un escritorio con su silla, el armario y una mesita de noche donde descansaba una lampara de aceite a medio llenar.

Se sentó en la cama. Las sábanas ya habían sido cambiadas. Tardaría un tiempo en desprenderse de sus objetos personales como la navaja que usaba para afeitarse o la ropa que esperaba aún para ser usada. Tendría que obsequiarlos los libros que se acumulaban en las esquinas para no tenerlos ahí enpolvandose.

Se decidió a barrer la habitación puesto que debía iniciar con algo.

Debajo de la cama había un paquete envuelto en papel de cera. Dentro había una serie de cartas ordenadas cronológicamente. Algunas estaban bien conservadas, otras, quizás la mayoría, apenas eran legibles por los daños causados por el paso del tiempo. Había textos escritos con impecable tinta verde brillante, otros cuyos trazos denotaban apuro así como el uso del crayón y carbón. Tenía cartas quemadas en las esquinas, mordidas por roedores o polvosas por el salitre. Pocas estaban cerradas a cera y sello, muchas otras eran más bien paginas arrancadas de un diario.

El capitán quiso respetar su privacidad, pero una rebelada voz en su cabeza le impedía apartar la vista de sus cartas. Era una palabra que sobresalía como si brillara a través del papel. Un nombre, el suyo.

<<Marco>>



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Hoy fue un día muy triste, así que me pongo a escribir algo triste porque soy brillante.

Gracias por leer.

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Todas las cartas que no te envié.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora