DIEZ. NO LE TEMO A LA MUERTE

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Sentado en una acera, fumaba su cigarrillo lentamente mientras sus ojos fijos en un lugar cualquiera viajaban por la inmensidad de su pensamiento. Una canción sonaba sin parar en su cabeza pero no lograba recordar su nombre. Solo sabía que era fantástica. Su locura lo había llevado al punto en el que no hacía falta su walkman para que la música sonará inexorable en sus oídos. Su paranoia lo había llevado al punto en el que no hacía falta la presencia de esa mujer para verla en todas partes. Ahora sólo hablaba consigo mismo. Y a veces es tan estúpido que no logra entender ni una sola palabra de lo que dice. Piensa en Elizabeth pero su recuerdo está tan difuminado que apenas y se pueden ver los sentimientos. Piensa en Laura pero su recuerdo está tan oscuro que apenas y se pueden ver las emociones. Piensa en Melanie pero su recuerdo está tan lejano que apenas y se pueden ver las lágrimas. Piensa en Ana pero su recuerdo está tan ultrajado que apenas y se pueden ver los remordimientos. A su alrededor solo hay cenizas y un par de botellas. Las mira y sonríe. Son de agua. Al fin dejó el alcohol y se siente feliz. Pero esa felicidad es opacada al sentir en su bolsillo ese frasco de pastillas. Lo saca y lo observa cuidadosamente. Lo abre y vierte su contenido en su mano. Solo quedan 3. Intenta recordar cuántas habían. 15. No, espera, eran 20. No, 10. No, no, 30. Piensa bien. Ahora está seguro que eran 20. Lo recuerda por que las contó el día anterior, cuando las compró. Ese día había tomado 4 al mismo tiempo y cayó dormido después de media hora. Hoy fue diferente, empezó con una y desde esa no ha parado de tomar otra y otra cada hora aproximadamente. Se sentía un poco mareado y sediento y cansado y relativamente bien. Al menos eso creía. Al menos eso se repetía intentando creerlo. Sintió que levitaba. Estaba empezando a alucinar. Solo un poco pero bastaba para sacarle una sonrisa. La canción de su cabeza sonaba ahora más fuerte que antes. Cada acorde parecía acoplarse al movimiento de sus ojos, de sus labios, de sus manos. Parecía un film de Edgar Wright.
- Hola. - escuchó a sus espaldas. Luego de la nada una mujer se sentó a su lado.- ¿Cómo estás?- continuó ella, mientras lo miraba.
Miró a todos lados como intentando visualizar al sujeto a quién ella le hablaba. Pasaron dos minutos antes de darse cuenta que era a él.
- ¿Te sientes bien? - preguntó la mujer exhibiendo una sonrisa.
- Supongo. No lo sé. - contestó con visibles muestras de confusión. - Disculpa, ¿puedo tocarte?
- ¿Qué?- dijo extrañada.
- Dime algo, ¿eres real o estoy como un maldito loco hablando solo? No sería la primera vez. Solo quiero asegurarme.
Ella lo miró, sus ojos reflejaban un cúmulo de sensaciones y emociones que se disputaban por encontrar una respuesta. Le tomó la mano y la posó sobre su rostro. La movía lenta y cadenciosamente por su mejilla. Soltó su mano. La de él aún seguía acariciándola. Ella se puso de pie. Él la miraba desde abajo. Ella extendió su mano. Él la tomo. Se incorporó también. Se miraron fijamente.
- Ven conmigo. - dijo dulcemente la mujer. - No puedes estar aquí. No en ese estado.
- ¿A dónde iremos? - preguntó él con un tono que le daba a entender que confiaba en ella.
- Te llevaré a casa. Bueno, a mi casa. Nunca me dijiste donde vivías.
- Esperaba que tú me lo dijeras.
- No quiero verte morir.
- No quiero que me veas morir.
- Estas drogado.
- Más bien desahuciado.
- Siempre queda algo por lo que vivir.
- Tal vez ya no.
- Bueno, vive entonces por ese pesimismo.
- Siempre buscas el lado bueno de las cosas.
- Alguien debe hacerlo.
- Quizá eres tú ese lado bueno.
- Serías entonces tú el lado malo.
- ¿Vale la pena morir por amor?
- Vale la pena intentarlo.
- No le temo a la muerte.
- Entonces, ¿porqué temerle al amor?

 La coherencia de la estupidezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora