II. Mensaje de palacio

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"Una voz estridente retumba en su cabeza, tan fuerte que se clava en el cerebro como si fueran mil cuchillos afilados. Es un chirrido tan agudo, que las palabras son casi incomprensibles.

- No tengas miedo. No podemos tener miedo.

Una luz cegadora le nubla la visión y acto seguido el suelo a sus pies desaparece y empieza a caer al vacío"

-¡Arriba, dormilona!

Era la voz chillona de Celia la que la despertó de la pesadilla. Sora dio un salto y se incorporó rápidamente, aunque su corazón siguió palpitando frenéticamente y la cabeza le daba vueltas. Parpadeó un par de veces antes de poder recuperar la visión. El espectáculo con el que se encontró era el siguiente: su prima Celia sentada en la cama, con su mejor sonrisa. Llevaba una bandeja con el desayuno: un vaso de leche recién ordeñada y unas tortitas. Sora puedo detectar un ligero temblor en sus labios. Ésa era su forma de pedirle perdón por el comentario de anoche.

-Buenos días, esto es para ti. Siento lo de ayer.

Era una inmadura y la sacaba de quicio, pero en el fondo era una buena chica. La muchacha sonrió y cogió un poco de tortita mientras le ofrecía un trozo a ella.

- ¿Y bien? ¿Cuál es el plan de hoy? – preguntó tratando de olvidar la pesadilla que había tenido.

- La abuela dice que esta mañana vamos nosotras a trabajar al mercado. Luego podemos ir a buscar lo que me falta para el vestido – su voz contagiaría entusiasmo a cualquiera.

- Está bien, en marcha.

En menos de diez minutos, Sora ya se había lavado la cara y se había enfundado en un vestido rojo carmín desgastado. Celia la había ayudado a peinarse. "Tienes que cortártelo ya" refunfuñaba mientras se peleaba con sus puntas enredadas. Ella, por su parte, lucía un vestido verde y un moño bajo.

Acto seguido, prepararon todas las cajas con las mercancías, las subieron al carro y se acercaron a la cocina para despedirse de su abuela. O más bien, para que ella les diera el visto bueno. La anciana las observó, de arriba abajo como solía hacer siempre y se frotó el mentón antes de hablar.

- Así me gusta, las chicas jóvenes y bien vestidas venden más. – colocó una flor blanca en el cabello de Sora y le dedicó una sonrisa. ¿Sería también su forma de pedir disculpas? – Apresuraos, no hagáis esperar a los clientes.

Las dos muchachas subieron al carro y se pusieron en marcha. El vehículo se movía de un lado a otro con cada paso que daban por el camino de tierra. Si no fuera porque el trayecto era relativamente corto, Sora estaba segura de que hubiera echado todo el desayuno y, por la cara aún más pálida de su prima, suponía que ella también.

El pueblo era muy pequeño pero tenía una bonita plaza justo en el centro que se llenaba de gente los sábados. Todo el mundo organizaba sus tiendecitas ambulantes y vendía todo lo que podía. El abuelo había madrugado más para prepararlo todo. Ellas sólo tenían que organizar los productos: la leche por un lado, los quesos por otro, seguido de la miel, los huevos y las recetas secretas de la abuela. Cuando todo estuvo listo, el hombre de la casa se despidió para hacer unos recados y se quedron ellas solas.

Las chicas ya sabían que las primeras horas eran las más aburridas. No había nadie en la plaza, sólo los dos o tres clientes madrugadores de siempre. A los pocos minutos, la rubia se sentó en una de las cajas de detrás del mostrador.

- Sólo espero que pase rápido la mañana – dijo Celia bostezando – siempre los mismos clientes y la misma gente.

- Tienes razón – sonrió su prima mientras colocó los carteles de los precios – Lux es un poco aburrido.

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