I. Desalmada

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El viento fresco del bosque soplaba con tanta fuerza que despertó a la muchacha suavemente. La brisa era más fría, lo cual significaba lo peor: se había dormido y estaba a punto de oscurecer. La chica se incorporó y se quedó sentada en el suelo.

Se encontraba rodeada de hierba y flores silvestres, justo al lado de la cascada. Se suponía que debía recoger las plantas y las setas que su abuela le había encomendado y, acto seguido, regresar tan rápido como fuera posible. La joven daba por sentado que le caería una buena regañina.

Revisó su cesto de mimbre para asegurarse de que tenía todo lo que le había pedido y de paso decidió lavarse la cara para que no se notara que se había dormido. Llevaba un vestido marrón suelto por la cintura. Se veía usado y debía tener muchos años ya que se podían apreciar varios arreglos en el largo de la falda.

Había crecido en tres años pero seguía siendo de baja estatura para su edad. Aprovechó para refrescarse los ojos. Estaban un poco rojos y eso no permitía que se apreciara su color aceituna natural. Su cabello negro azabache estaba todo enmarañado así que se hizo una trenza rápido y se puso en marcha.

El día era más oscuro de lo que le hubiera gustado. ¿Estarían todos preocupados por ella? Se preguntaba mientras aligeraba el paso. La aldea estaba a un par de kilómetros de la pradera y el camino estaba bien señalizado. "Todos los adultos están preocupados por los últimos ataques de los bandidos" pensó.

La muchacha se dirigía a su pueblo, llamado Lux. Es un lugar tranquilo y apacible, de pocos habitantes. Sin embargo, han pasado cosas fuera de lo normal últimamente. Algunos granjeros se quejan de que parte de su ganado ha desaparecido, o simplemente, se rumorea que algo extraño merodea por el bosque. Eso último la puso verdaderamente nerviosa y empezó a correr.

De repente, escuchó algo que provenía de unos matorrales. La joven entró en shock y su cuerpo se paralizó por completo. "Estúpida, muévete", pero su cuerpo no respondía. Parecía que ya aceptaba su muerte inminente cuando escuchó un bufido que provenía del matorral. Acto seguido vio aparecer un toro bravo que se dirigía hacia ella. "Gracias a dios" pensó, y todo su cuerpo se relajó.

- Abuelo... - dijo en un hilo de voz. De los mismos matorrales apareció él, como siempre, con esa sonrisa y esas mejillas rojas que asomaban por encima de su espesa barba blanca.

-Sora... Tu abuela te matará. Regresemos. – Hizo un gesto para que la muchacha se acercara. El toro se colocó a su lado nada más verla - Buen chico.

Así era su abuelo, un hombre de pocas palabras, tranquilo y alegre. Su mirada lo decía todo. Sora adoraba su personalidad, ambos tenían una relación muy especial. La muchacha se alejó para observarlos a los dos.

No podía evitar sentir un poco de envidia al verlos. El toro que acababa de salir de ese matorral no era en verdad un animal. Era un espíritu guardián. Sólo tienes que observarlo dos segundos para darte cuenta de que es diferente: esa aura mágica, la luz que desprende y esa apariencia translúcida... Los llaman de muchas formas distintas; protectores, guardianes, animales sagrados... Nadie sabe cuando aparecieron pero han convivido con los humanos desde siempre y todo el mundo tiene uno.

- Le diremos a tu abuela que has estado conmigo - su voz la devolvió a la realidad- No me gusta mentirle pero no quiero que se preocupe.

- Está bien. Lo siento – su voz sonaba apenada.

- No te preocupes, todo sería más fácil si... en fin...

- Lo sé – interrumpió.

No quería hablar de eso. Porque ese era el punto: todo el mundo tenía un guardián, todos menos ella. Sora tampoco estaba segura de si había más gente en el mundo con ese mismo problema. La cuestión era que al no tener protección, era más débil y estaba más indefensa.

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