Capítulo 36.

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Romina.

Había llegado a la dirección que Óscar me mandó minutos atrás. Había una gran muralla alta y de color blanco, con un gran arco que decía cementerio.

Me estacioné donde pude y bajé para cruzar la calle. Cuando levanté la cabeza me encontré con la dulce sonrisa de Óscar que me hizo sentir un poco mejor, ya que no me sentía del todo bien al saber que, después de tantos años sabía donde estaban mis padres. No precisamente vivos.

Ellos estaban muertos. Los habían matado, quizá poco días después de que los echaron a la frontera. Quizá me estaban buscando, quizá querían saber de mí y por eso los mataron. Por un poco de dinero. El maldito dinero que hacía que las personas hicieran cosas atroces solo por un poco de billetes.

Cuando estuve a su altura él me abrazó de inmediato. Sus grandes y largos brazos rodearon mi cuerpo y me apretaron a él. Me sentía tan bien al saber que lo tenía a mi lado y que estaba segura con él.

—¿Estás bien?

Asentí con la cabeza suspirando. Me apretó más fuerte y me dio un tierno beso en la cabeza, que me pareció lo más lindo del mundo.

¿En qué momento me habían empezado a gustar este tipo de gestos suyos?

En el mismo instante en el que te enamoraste de él.

—Sí —me separé y le sonreí, a punto de llorar.

—Vamos —me dio la mano y entrelazo sus dedos con los míos haciéndome sentir un poco mejor.

El lugar era enorme. Con muchos árboles alrededor, un gran pasillo de piedras y arbustos.

Las lápidas eran pequeñas, con letras doradas, a cada lado de estas, dos vasos de concreto con coloridas flores. Todas y cada una de ellas, rodeadas de pasto tan verde que era imposible pensar que estábamos a casi treinta grados y hacía un calor del demonio.

Entramos a uno de los pasillos laterales a mano derecha. El corazón me latía tan rápido, sentía que se me salía el corazón y que en cualquier momento iba a caer al suelo.

—Es aquí —Óscar se detuvo y yo detrás de él.

En ese momento mi corazón era cómo un tambor que iba deprisa y se podía escuchar a fuera de mi pecho. Las manos me temblaban y estaban frías cómo el hielo. No sabía si iba a poder aguantar esto.

—Naomi —Óscar me volteó a ver y me sonrió un poco, solo para tranquilizar los nervios que consumían mi alma.

—Estoy bien —tomé aire —. ¿Me puedes dejar sola?

Asintió con la cabeza dándome espacio. Tenía que estar sola, con ellos. Tenía que desahogarme de aquello que había estado acarreando desde hacía más de diez años.

—Lo siento.

Dije después de algunos minutos en los que me había mantenido en silencio. No sabía que decir, no sabía que pensar o cómo empezar.

—Lo siento tanto por no estar ahí, por no estar con ustedes en ese momento y por no poder defenderlos.

Me dejé caer al suelo cuando mis piernas eran gelatinas y la opresión en mi pecho no me dejaba respirar. Mis ojos eran una cascada de agua interminable y no podía parar de llorar y menos me importó que las personas me vieran en tan deplorable estado. Lo único que quise fue sacar todo el dolor que me estaba quemando el alma.

Mis rodillas se estrellaron contra el suelo húmedo y el dolor que me recorrió no se comparaba con el que estaba sintiendo por dentro. Era una sensación de ahogo. Era cómo sentir el mundo venirse encima y no poder gritar o hablar porque había un gran muro encima de mí.

Mi vida en tus manos (COMPLETO) (SIN EDITAR)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora