Capítulo 4

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Capítulo 4


NO deberías plantear un desafío como ese...» Aquella noche, las palabras de Esteban San Román siguieron dándole vueltas en la cabeza. Maldito fuese.

Esa mañana, después de ir de un lado a otro por el lujoso cuarto durante un par de horas, decidió echar un vistazo al vestidor. También decidió aprovechar al máximo la situación y se puso un recatado traje de baño y un pareo. Tomó algo ligero en la cocina y fue a la playa. Para su alivio, no había ni rastro de Esteban San Román, pero había oído unos ruidos que le había parecido que llegaban de la parte delantera de la casa. Como no quería encontrárselo vestida así, encontró un sitio idílico a la sombra de una palmera y apartada de la vista desde la villa.


Durante unas horas, casi había conseguido engañarse a sí misma y había creído que estaba en unas vacaciones que había elegido ella. Había dormitado, se había bañado y había leído un libro que había tomado de la librería del cuarto de estar.


Había vuelto cuando empezaba a oscurecer y estuvo a punto de caerse de espaldas cuando vio a un Esteban medio desnudo subido al tejado de terracota de la villa. Su mirada se dirigió inmediatamente a los músculos de su espalda, que se contraían bajo la piel mientras clavaba algo en la pizarra. Casi ni se dio cuenta de que estaba riéndose y bromeando con otro hombre, cuya piel del color del ébano también resplandecía por el esfuerzo. Él no llevaba nada más que unos pantalones cortos desteñidos y unas zapatillas de deporte desgastadas. Además, casi se había muerto del susto cuando oyó una voz melodiosa y maliciosa.

–No está mal la vista para acabar un día caluroso, ¿eh?


Miró a su izquierda y vio a una joven increíblemente guapa con la piel de color chocolate, los ojos del mismo color y una sonrisa enorme. Llevaba un pañuelo de colores en la cabeza y se había mezclado perfectamente con el entorno. Se presentó como Esmé y siguió hablando después de explicarle que el otro hombre era su marido.


–Estaba buscándola. Esteban le pide disculpas porque estará ocupado toda la tarde, pero dice que le encantaría que lo acompañara a cenar a las ocho.

Había estado a punto de poner reparos, pero se había dado cuenta de que esa mujer encantadora no se merecía que la ofendiera solo porque lo que menos le apetecía del mundo era cenar con su anfitrión. Aunque una vocecilla le había preguntado si estaba segura de eso.

En cualquier caso, se escapó de la provocativa visión de Esteban antes de que se diera la vuelta y viera la reacción de ella, que estaba desconcertándola en mucho aspectos. ¿Desde cuándo le parecían tentadores unos hombres haciendo trabajos físicos? ¿Por qué le atraía tanto verlo haciendo algo tan vulgar?

En ese momento, mientras pensaba qué se pondría después de la ducha, maldijo esos pensamientos recurrentes. Por una parte, quería ponerse vaqueros y una camiseta, pero pensó en la expresión burlona de Esteban cuando se diera cuenta de que era evidente que ella estaba intentando parecer natural. Por eso, eligió un sencillo vestido de seda negra que le llegaba hasta las rodillas y parecía de monja. Era perfecto.


Se maquilló lo mínimo, se recogió el pelo en un moño bajo, se puso sus zapatos de tacón bajo y empezó a bajar las escaleras. Seguía rumiando su incapacidad patológica para llegar tarde, aunque lo quisiera, cuando vio que San Román aparecía abajo, en el vestíbulo, con una botella de vino en una mano y una copa en la otra.

Mía a Cualquier precioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora