Liese.
Lunes, 11 de septiembre.
Una semana. Ese es el tiempo que llevo sin hablar con Kay. Desde la conversación en su habitación no he hecho más que pensar en ese chico de pelo azabache, y por mucho que quiera, me ha sido imposible sacarlo de mi mente, aunque fuera un segundo.
Solo lo he visto en el comedor, hablando con Derek, pero ningún día se ha acercado a hablarme, ni siquiera se ha dignado a mirarme. Aunque soy consciente de que fui yo la que le pidió que dejáramos de hablar, hay una pequeña parte de mi a la que le molesta que no haya insistido más.
Ni siquiera yo me entiendo.
Sacudo la cabeza para alejar los pensamientos sobre Kay e intento centrarme en montar a Roma, mi yegua. Estar sobre ella me relaja, me permite evadir todos los pensamientos y enfocarme en una sola cosa, pero esta vez es distinto. Por mucho que lo intente, no puedo sacarme a Kay de la cabeza, incluso después de una hora intentándolo, cabalgando y saltando sobre Roma.
Tiro hacia atrás de las riendas para frenar a la yegua. Me levanto sobre los estribos y me inclino un poco hacia delante para acariciar su cuello cubierto de un pelaje negro y brillante. Después me saco una golosina del bolsillo y se la acerco lo más que puedo a la boca, y Roma gira un poco su cabeza hacia atrás para cogerla con los dientes, haciéndome cosquillas en la mano con el hocico. Es inexplicable la conexión y el amor que siento por este animal, es como si me entendiera sin necesidad de usar ni una palabra. No me juzga, solo escucha y me ayuda a olvidar, y eso es justo lo que necesito.
Muevo las riendas hacia la derecha y presiono levemente con mi talón en su barriga para hacerla caminar hacia fuera de la pista de salto. Una vez lo hago me bajo de la montura, y con ella agarrada por las riendas, camino hacia el establo para dejarla descansar.
Me quito el casco para después soltar mi pelo de la trenza que me había hecho y cojo una manguera para lavarme la cara y las manos antes de comenzar a desequipar a Roma. Cuando cierro el agua y me giro de nuevo hacia mi yegua, pego un salto al ver a Kay apoyado en la misma, acariciando su cuello. Su pelo es del mismo tono azabache que el de Roma.
—¡Dios mío! —me toco el pecho con la mano y respiro hondo—. ¿Qué haces tú aquí? Ni siquiera te sentí llegar —le digo, dejando la manguera donde estaba a la vez que trato de recuperarme del susto. No puedo evitar sentir el nerviosismo crecer en mi cuerpo al tenerlo de frente después de una semana sin intercambiar siquiera una simple mirada.
—Soy igual de sigiloso que un zorro —me responde, sin dejar de acariciar a Roma con delicadeza. A ella parece gustarle. Me acerco hasta ellos y comienzo a quitarle la cabezada, pero él no se hace a un lado, por lo que se queda lo suficientemente cerca de mí como para ponerme en alerta—. Solo quería conocer a Roma.
—¿Cómo sabes su nombre? —le pregunto, dejando lo que estaba haciendo para mirarlo a los ojos. En seguida trago saliva al encontrarme directamente con sus iris tan negros como la noche.
—Igual porque pone su nombre en la montura. —Me fijo en las letras grabadas en un lado del cuero de la silla y ruedo los ojos. Él sonríe de lado y se relame los labios. Yo me limito a continuar desequipando a mi yegua—. Cabalgas bastante bien —comenta con un tono juguetón que no me agrada nada. Abro los ojos y pongo una mueca de molestia.
—¿Eso va con segundas, Kay? —le pregunto, entrecerrando los ojos. La irritación clara en mi tono de voz.
—Tómalo como quieras, yo solo te he dicho que montas bien. —Suspiro para relajarme y no decirle nada de lo que me pueda arrepentir más tarde. Es obvio que lo dijo con segundas, y eso hace que inevitablemente me sonroje, pero trato de ocultarlo escondiéndome detrás del cuello de Roma, por el lado contrario al que está él.
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Pecadores
RomanceCuando en un internado estrictamente religioso de chicas entran todos los chicos del internado masculino, las cosas pueden torcerse. Sobre todo si dos de ellos están dispuestos a cometer cualquier pecado. Cuando la tentación de pecar se vuelve inevi...