4

193 24 0
                                    

Kitchen: 4

A la mañana siguiente dejaba de manera oficial mi antigua casa. Lo recogí todo, al fin. Me había demorado mucho.
En una tarde bastante despejada, sin viento ni nubes, la luz dorada del sol atravesaba las habitaciones vacías del lugar que había sido mi patria.
Visité al casero para disculparme por la tardanza.

Hablé con él y tomé el té que me sirvió, en aquella oficina donde tantas veces había entrado de niña. 《También él ha envejecido》, pienso con sentimiento. 《Es normal que la abuela haya muerto.》

Mi abuela había estado a menudo sentada en aquella pequeña silla bebiendo té, y me parecía extraño estar yo, ahora, sentada en la misma silla, bebiendo té, mientras hablábamos del tiempo y de la seguridad pública. Me resulta extraño.

Todas más cosas que habían sucedido un poco antes pasaron corriendo velozmente ante mí, no sé por qué. Yo me he quedado atrás boquiabierta, lucho con todas mis fuerzas para ir alcanzándolas, a paso de tortuga.
No quiero reconocerlo, y por eso digo: 《No era yo quien corría a toda velocidad. No es así, en absoluto》.
Pero todo esto me entristece profundamente.

La luz que penetra en la habitación ordenada; antes olía a la casa en la que yo estaba acostumbrada a vivir.
La ventana de la cocina. La cara sonriente de un amigo, el verde nítido del jardín de la universidad que se veía tras el perfil de Minhyuk, la voz de la abuela a través del teléfono cuando llamaba tarde por la noche, el futón de las mañanas frías, el roce de los zapatos de la abuela en el pasillo, el color de la cortina..., el reloj de la pared.
Todo eso. Y también que ya no pueda estar aquí.

Cuando salí, fuera estaba anocheciendo.
Desciende un crepúsculo suave. Sopla el viento, hace un poco de frío. Yo esperaba el autobús con los faldones del abrigo ligero ondeando.
Frente a la parada, las ventanas en la hilera de un edificio alto que había al otro lado de la calle se veían muy bonitas flotando en el azul.

La gente que se movía dentro, y los ascensores que subían y bajaban, brillaban en silencio y parecía que fueran diluyéndose en la penumbra.

Tengo el último paquete junto a las piernas.
Al pensar que ahora sí me he quedado sin nada, siento una extraña emoción que casi me hace llorar.

El autobús dobla una esquina y viene. Se acerca corriendo delante de mis ojos, se detiene lentamente y los pasajeros, en fila, van subiendo uno tras otro.
El autobús iba muy lleno. Yo, apoyada en el brazo con el que agarraba la asidera, miraba fijamente cómo, a lo lejos, el cielo del atardecer desaparecía detrás del edificio.

Cuando posé los ojos en la luna todavía creciente que cruzaba el cielo despacio, el autobús arrancó.

Cada vez que se detenía con brusquedad me ponía de malhumor y eso probaba que estaba agotada.
Una de las muchas veces en que me enfadé, al mirar hacia afuera, vi que en el cielo, lejos, flotaba un dirigible.
Se movía despacio, contra el viento.

Me puse contenta y me quedé mirándolo fijamente. El dirigible hacía parpadear una pequeña luz que flotaba en el cielo como una pálida luz de luna.

Cerca, delante de mí, se sentaba una niña pequeña, y la abuela, que estaba en el asiento de detrás, se dirigió a ella y le dijo en voz baja:

—Mira, Jisoo, un dirigible. Miralo qué bonito.

La niña, que se le parecía mucho y debía de ser su nieta, estaba malhumorada porque la calle y el autobús estaban llenos y, revolviéndose, dijo enfadada:

kitchen ;; chae hyungwonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora