Capítulo VIII: Las cartas

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Iguro estaba en camino a la región que le tocaba cuidar, el único inconveniente era que debía pasar por una zona devastada, dicho lugar había sido de su extinto clan, al que pertenecía su madre, hermanas y primas.

El joven había ayunado por casi tres días, no por opción propia ya que cuando estaba en cautiverio hasta los 12 años le habían obligado a comer grandes cantidades de comida, e incluso si vomitaban le obligaban a comer más. Esto fue lo que desencadenó un complejo en contra de la comida, por ello él era capaz de dejar de comer por varios días.

Llegando a la región que le tocaba cuidar. Una región formada por tres poblados relativamente juntos conectados por unos caminos de grava, los tres poblados se encargaban del comercio de productos extranjeros como harinas que no se encontraban en esta región, frutas y flores exóticas, miel, panqueques, etc.

El aroma del café, las flores y los árboles de los alrededores se juntaban en un amalgama de sensaciones agradables, una de las pocas cosas que hacía sentir bien al joven cazador.

Iguro caminó por una sección del poblado encargada del comercio de harina, panqueques, pan y cosas hechas a base de maíz. El joven estaba sumido en sus pensamientos, que giraban en torno a Kanroji, había decidido comprar hojas y tinta para escribirle cartas, ya que por un tiempo no se volverían a ver.

― ¡Iguro!

Una resonante voz atravesó el pueblo siendo llevada por el aire hasta llegar a los oídos del joven cazador. Iguro se giró y el ceño fruncido que había formado se borró de inmediato por uno de serenidad.

― Rengoku. ― Exclamó el joven agachando la cabeza en forma de respeto.

Kyojuro Rengoku, pilar de las llamas. El cazador de cabellera rubia y puntas rojas se acercaba con una radiante sonrisa capaz de intimidar al mismo sol. En su mano izquierda tenía una pequeña bolsa de papel y en su boca parecía terminar de mascar algo crocante.

― ¡Como estas Iguro! ¡Qué bueno verte! ― Rengoku le dio unas palmadas en la espalda y luego lo abrazo pegándolo a su cuerpo―. ¿Qué haces aquí?

― Lo olvidas, esta es la región que me toca cuidar. ― Respondió Obanai tratando de zafarse de los firmes brazos de Rengoku.

― ¡Ja Ja ja! ― El experto cazador se cruzó de brazos y comenzó a reír―. Es cierto, lo había olvidado.

― Más bien ¿Tú que haces en este lugar? ― Preguntó Iguro un poco huraño y hartado de la actitud alegre del cazador.

― Ja, vengo de visita. Fui a un pueblo y dejé rosas en la tumba de unas personas que algunos cazadores no pudieron salvar. ― Exclamo con su potente voz.

Iguro vio al cazador a los ojos. << A pesar de tener una voz ronca y una expresión optimista en el rosto, no puede ocultar su pesar en sus ojos.>> Iguro examino a detalle los rasgos del cazador.

― Ya veo.

― Si. ― Respondió Rengoku, este saco de su bolsa algo parecido a una galleta―. Mira Iguro, compre esto en esa tienda de pasteles. Es una rosca, esta sabrosa. Son hechas de harina especial, manteca y otras cosas. ¿Quieres?

― No, no gracias. No tengo hambre.

― Bueno, más para mí. Son sabrosas. ― Exclamaba Rengoku con felicidad saboreando cada mordida―. Son tan buenas que me gustaría ser una. ¡Ja ja ja!

Después de terminar de comer todas las roscas de la bolsa, Rengoku miro al joven y le hizo una pregunta que lo incomodaría a cierto grado.

― ¿Qué tal te fue con mi alumna?

El latido de la serpienteWhere stories live. Discover now