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[31 julio 2009]

Todos los veranos mis padres me obligaban a ir a clases particulares. Mi madre se empeñaba en que todas las mañanas, de lunes a viernes, tenía que hacer tenis en una clase de tres horas que odiaba con todo mi ser, para más tarde atender una clase de hora y media acerca de cualquier tópico que mi madre consideraba que no enseñaban lo suficiente en clase. Ese verano eran los escritores románticos ingleses, la cual las impartía un señor demasiado mayor que mis padres pagaban a la hora concretamente para mí. En verano no había profesores que se dedicaban a dar clases sobre el siglo XIX, y mucho menos a la hija de una pareja de snobs que no gustaban a nadie.

Por suerte el profesor me tenía pena, y la mayoría de las clases eran amenas y hasta divertidas, a pesar que prefería hacer mil cosas antes de estar ahí, encerrada en el salón de mi casa. Parecía que él lo sabía, y se encargaba de por lo menos aprendiera algo y de ser empático conmigo. Hasta había veces que me escabullía de sus clases y él se encargaba de que mi madre no se enterara.

Hacía calor y yo estaba sentada en la entrada de mi casa sobre el pavimento ardiendo, enredando con los hilos sueltos de los agujeros de mis vaqueros, con la mano apoyada en el suelo y observando de vez en cuando hacia la casa del fondo de la calle.

Estaba esperando a que Gemma volviera de sus vacaciones familiares de julio, como hacían todos los años desde que volvieron a ese pueblo. Creo que ese año volvían de Turquía, pero no estoy del todo segura. Era casi agosto y ya sabía que debían de estar a punto de llegar, después de llevar ya un par de días esperando ahí sentada. A pesar de tener ya diecisiete años, el teléfono que mis padres me habían regalado ese año por mi cumpleaños era lo suficientemente viejo como para que la cobertura no funcionase fuera de los límites del pueblo. En resumen, sólo podía comunicarme con las personas que estaban dentro. Nunca supe la razón por la que no funcionaba, pero a mí me gustaba pensar que mi madre lo había hecho a propósito para molestarme, como una nueva oportunidad para joderme la vida. No era un cuento desproporcionado, si conoces el carácter boicotista de mi madre. Fuera lo que fuere, no podía comunicarme con Gemma cuando estaba fuera. Así que ese mes fue duro.

Miré mi reloj y suspiré al darme cuenta de que si no estaba en el comedor de ahí a cinco minutos iba a tener bronca. No es que las broncas no estuvieran ya aseguradas llegara tarde o no, pero realmente prefería intentar evitarlas. Entré en casa y me puse una sudadera por el contraste de la temperatura. No importaba la temporada en la que estábamos, la temperatura que hiciera fuera o dentro, siempre se me ponía la piel en punta nada más cruzar la puerta de esa casa.

Me senté en mi silla con el móvil en la mano y mi padre se acercó a mí para darme un beso en la cabeza. Ese era el único gesto de aprecio que recibía en todo el día, de él. Le sonreí débilmente y volví mi atención a mi teléfono.

Connor C.: Vas a ir a la fiesta este viernes?

No esperaba recibir un mensaje suyo estos días. Últimamente era yo la que tenía que enviarle un mensaje para llamar su atención, así que fue una bonita sorpresa. Inconscientemente sonreí y me dispuse a contestarle.

—Anna, deja el móvil cuando estamos comiendo —dijo mi madre al entrar en la sala con una ensaladera en la mano.

No sé por qué se esforzaba por intentar ayudar a poner la mesa o hacer la comida, si pagaba un dineral para que limpiaran e hicieran todo el trabajo por ella. Se sentó en la silla y puso sus ojos en mí para insistirme todavía más y sonreírme con falsedad. Quise replicarle y decirle que no habíamos siquiera empezado a comer, pero me quedé callada y dejé el teléfono encima de la mesa.

—Ya te he dicho que odio que me llames así —respondí en su lugar, murmurando.

—¿Por qué? Es un nombre precioso.

Yina |s.m|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora