𝐈𝐕

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Nuevamente el aroma del barro, la húmedad, y los desechos de los seres que ahí entre cientos de árboles viven impregnaron el cuerpo oscuro del pequeño Tízoc, llenaron cada uno de sus poros con su escencia y lo envolvieron hasta volverlo parte de la jungla.

Contrario a lo que suponía, no se sentía seguro en ese lugar, a cada paso que daba la sensación de ser observado se clavaba en su espina, en cada giro, en cada movimiento. La inquietud era parte del ambiente, de sí mismo, los árboles lo sabían y los ponía tensos, rígidos. Esos árboles que cientos de miles de historias podrían contar, en su inmensa sabiduría, en su inmenso silencio hablaban demasiado.

La noche anterior le contó a su abuela lo que vió, lo que le había pasado en la boca de la condenada caverna durante su prueba; la anciana no pareció preocuparse demasiado, si Tízoc quería convertirse en un verdadero caballero águila debía de ser más valiente y fuerte de voluntad pues cosas mucho peores eran las que le aguardaban en ese futuro.
Komon también estuvo ahí.
Cuando la abuela se fué a dormir, las palabras de aliento de su hermano le hicieron tomar la decisión de no rendirse tan fácilmente.

La vida se basa en muchas pruebas, algunas sencillas, algunas más complicadas. Pero son esas pruebas las que nos hacen quien somos. Nos motivan las cicatrices de las que estamos hechos, tomamos nuestros lugares en la oscuridad y devolvemos nuestros corazones a las estrellas sin importar qué se nos ponga en frente. Recuerda que el arma de Aztlan puede derrotar a lo que sea, pero necesita de alguien que la empuñe con valentía, con fieresa y libre de todo temor, pues solo así es como se ganan
las batallas.

Esas fueron las palabras de Komon. Fué el primero en saber que su hermano había fallado una de las primeras pruebas, y el primero en confiar plenamente en Tízoc. Todo lo que Komon añoraba, era estar ahí con Tizoc, ambos vestidos con enormes tocados llenos de oro, piedras hermosas y pieles de jaguares y plumas de águilas. ¿Qué otra cosa podría pedir un hombre, más que ver a quien ama triunfar?

Mañana, cuando regreses de tu prueba, da igual el resultado, podemos ir al lago. Hace tiempo no lo visitamos y...  ¿Qué te parece, gran Tízoc?— Fue la promesa que Komon lanzó al pequeño de ojos llorosos, dicha con una enorme sonrisa en el rostro, y una mano en el hombro del pequeño hombre.

Komon no rompía sus promesas. Ponía su corazón en ellas y sobre todo, su orgullo. Komon nunca rompía sus promesas. La idea de un pequeño viaje al lago con su hermano era estupenda para Tízoc, lo suficiente para que quisiera volver a poner manos a la obra y así, lograr cumplir con la prueba del viejo.

La jungla estaba más tranquila, más en paz. Estaba iluminada de una manera casi mágica, fabulosa. Quetzalcoatl, el gran dios del Sol estaba radiante.
Pero la naturaleza habla, la vida se expresa y la muerte también lo hace.

Sus pasos estaban calculados, no pretendía hacer ni un solo ruido, no quería alertar a nada que pudiera causarle algún daño o evadirlo de su responsabilidad. Por su mente no circulaba nada más que la vivida imagen de sí mismo, nadando en paz por el lago y salpicando un poco a Komon, por qué no. Más no estaba relajado ni mucho menos, después de todo, la vivencia de la noche anterior aún le causaba cierto malestar en su estómago pero en esta ocasión, no pensaba en acercarse en lo más mínimo a la caverna, al contrario, planeaba rodearla dejando el espacio más grande que pudiese dejar entre él si la formación rocosa.

De cualquier manera, era curioso que, hasta ese momento no logró ver a ni un solo animal, ni escucharlo. Toda la jungla estaba en un total silencio intranquilo. Lo único que Tízoc podía escuchar, era su corazón latiendo y su respiración a medida que caminaba y caminaba hacia las entrañas y a la oscuridad de la sombras de tan inmensos árboles a su alrededor.

Aztlán: El Arma Dorada. |Cancelada|.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora