CAPÍTULO II. LA CLARIDAD DE LA NOCHE

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"Creo que todos somos enfermos mentales. Aquellos de nosotros que estamos fuera de los manicomios solo lo escondemos un poco mejor, o tal vez no mucho mejor después de todo"

Stephen Edwin King.

    Acepto que no todo en mi vida ha sido muerte. La mujer que está junto a mí me ha detenido en mi locura; podría decirse que es, primordialmente, el tanque de oxígeno que necesito. Me había dicho días atrás que tuviera cuidado, que podría meterme en problemas por estar con ella, pero la verdad es que así es. Tal vez no debería, pero quiero hacerlo; es como mi "mini pecado capital": es algo malo, pero quiero seguir. Es un vicio, como la marihuana; ella me encanta, me devora por dentro, pero sin ser dañina o peligrosa. Ella es mi vida sin tener que serlo, es como mi complemento, la que llena el vacío dentro de mí, la única que puede decirme cualquier cosa sobre mí y darme la autoestima o destruirme lo suficiente para creerle. Y eso está bien; creo que así debe ser. Debía hacer lo posible para hacerla feliz. Ya saben, uno se ciega cuando está enamorado y hace cualquier cosa por la persona que ama. Podría decir que es lo único perfecto que hay en mi vida, y si por eso me llaman loco, esta vez lo aceptaría.

    La conocí en la universidad. La primera vez que la vi fue... wow. Realmente no sé cómo describir ese momento: sus ojos eran grandes, brillantes, algo indescriptible que me hipnotizó por completo; su sonrisa me consumió, no podía dejar de mirarla. ¿Qué oportunidad tendría yo con ella? Cruzamos un par de miradas tiempo después, pero seguía pensando que jamás lograría llamar su atención. Los días siguientes comenzamos a hablar, y de repente, todo surgió entre los dos. Llegaron las salidas tiernas donde nos entregábamos amor, y en ocasiones, nos entregábamos cuerpo y alma en la intimidad, siempre con la esperanza de que lo nuestro nunca terminara y prometiendo que sería eterno. Pero la realidad es que la vida nunca nos aterriza a tiempo antes de la desoladora caída. Nos convertimos en violentos kamikazes. Ahora, muero por ella. El tiempo pasó rápidamente mientras cada día me entregaba más, seguro de que quería estar a su lado durante mucho tiempo, quizás toda mi vida. Sentía que le pertenecía, que me complementaba en todo sentido. Por primera vez, después de algunos intentos fallidos, me sentí enamorado hasta el punto de querer pasar el resto de mi vida con alguien. Mis ojos solo veían a aquella tierna chica. La necesitaba, pero más allá de eso, la quería en mi vida. Quería protegerla, amarla.

    En los días siguientes a conocerla, me fue difícil dormir sin pensar en ella. Hablábamos casi todo el día, todos los días. Nunca me importó lo que dijeran los demás; por fin me sentía feliz, por fin tenía la oportunidad de serlo. Aun así, el insomnio seguía consumiéndome cada noche; casi nunca podía dormir bien, y en algunas ocasiones ni siquiera lo lograba.

    Una noche, me levanté del sofá en el que solía dormir y me acerqué con sigilo a la ventana de la pequeña sala de mi casa, esperando que nadie en casa me escuchara. Me apoyé en el marco, tomé impulso y salté. Caí en el jardín. Luego trepé la reja y giré mi cuerpo hacia el otro lado; caí de pie, aunque casi termino con un esguince. Por suerte, no fue así. Tenía ansiedad; aún no me acostumbraba a salir de casa a medianoche. Quería despejarme en la oscuridad nocturna. Muchos temerían salir a la una, dos o tres de la mañana en soledad, sin saber qué podría pasarles, pero para mí se había vuelto una adicción hacerlo. Aunque no lo pareciera, había bastantes personas en la calle, siempre. No es que me dieran seguridad, sino que había llegado al punto en el que todo me daba igual. "Toqué fondo" y ya no me importaba nada, ni siquiera, en el peor de los casos, morir. Me senté en una banca de un parque. Era de un tono gris claro... Estaba fría, casi helada. Una leve capa de agua congelada la cubría. Luego de caminar sin rumbo por la bella y oscura ciudad durante dos horas y media, me acosté en esa banca y miré el cielo, que cada minuto se aclaraba un poco más. Eran las 3:58 a.m. Saqué del bolsillo de mi chaqueta un porro de marihuana y lo encendí, con la esperanza de que fuera la última vez. Lo haría por ella. El humo comenzó a rodearme, el deleite corría por mi cuerpo con lentitud y el placer de drogarme sació cada parte de mi mente. ¿Cómo podría dejar tanta excitación? Mi cuerpo quería lo mejor, pero últimamente dejé de confiar en todo. Esta era mi pequeña salvación, mi escape del infierno, aunque solo durara diez minutos placenteros, con la condición de que, al regresar, todo sería peor. Y así fue. Siempre lo era.

♥ 𝕷𝖆𝖘 𝕿𝖗𝖊𝖎𝖓𝖙𝖆 𝕮𝖆𝖗𝖆𝖘 𝖉𝖊𝖑 𝕯𝖎𝖆𝖇𝖑𝖔  ♥Donde viven las historias. Descúbrelo ahora