CAPÍTULO III LA ANSIEDAD SE VUELVE LOCURA

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"No cualquiera se vuelve loco, esas cosas hay que merecerlas"

Julio Cortázar.

    Noche fría, pensamientos claros. La confidente de todos mis males. Luna. Brillante, blanca, tan natural, tan hermosa. Luna lo sabía todo, siempre me susurraba al oído cosas que yo nunca lograba entender. Pronto comprendí que no éramos el uno para el otro; estábamos juntos sin pertenecernos. Ella tenía muchas voces que le suplicaban cada noche, mientras yo estaba con el amor motivacional de mi vida, aunque con el tiempo, seguiría estando sin estar a mi lado. La naturaleza de sobrevivir siempre es injusta para todos; cada quien vive con sus problemas, pero solo algunos dejamos que esos problemas se conviertan en demonios. Ya me lo habían advertido muchas veces, pero dejé que todo siguiera creciendo, y ahora son ellos los causantes de mi ansiedad durante el día y de mi insomnio en las noches. Me gustaría largarme de toda esta mierda que me invade, aunque fuera solo un momento, desaparecer y encontrar un lugar tranquilo donde nadie me juzgue por lo que soy; un lugar donde me entiendan, donde pueda ser yo mismo sin aparentar lo que no soy. Creo que todos en algún momento hemos deseado un lugar donde no nos jodan la vida, un mundo de fantasía propio. Por desgracia, la realidad es otra, y con eso me basta. Aunque no siempre me sale bien serlo, al menos no con ella, al menos no con el mundo.

    Vi a una chica caminando al otro lado de la calle; nunca antes la había visto, pero algo en ella me incitó a seguirla. Entre toda esa multitud de borregos andantes, me pareció intrigante. Sentía que debía conocer más acerca de su cotidiana locura, quizá solo por curiosidad, quizá solo para imaginarme en los zapatos de alguien más. Era alta, con ojos que divisaban una noche sin luna, en penumbra. Llevaba un saco rosado, unos pantalones grises de bota recta, desgarrados, con dobladillo al final, y zapatos amarillos con un patrón de cuadros blancos y negros a los lados. Más allá de su atuendo, parecía ser una chica bien puesta, algo delgada, con el pelo negro, y una expresión en el rostro tan sensible que parecía que cualquier mala noticia la haría romper en llanto. Pero en general, se veía feliz, satisfecha con la música que escuchaba en sus auriculares.


    El día gris comenzó a atraer las nubes y, con ellas, la lluvia. Era un placer que siempre disfrutaba, la sensación de las gotas recorriendo mi piel y empapando mi pelo y mi ropa. Durante la lluvia, todo parecía ir en cámara lenta; la gente sacaba sus sombrillas o se refugiaba bajo los aleros, apresurando el paso. Las calles se iban vaciando lentamente hasta quedar desiertas. La chica parecía tener prisa, caminaba rápido, ajena a todo, con la mirada perdida en la suciedad del suelo, cargando una pequeña mochila café y amarilla, sosteniéndola con fuerza contra su espalda. No tenía sombrilla, y, aunque se empapaba con las grandes gotas que caían del cielo, no sacó nada para cubrirse. Cada gota de lluvia se resbalaba en mi rostro y la piel se me erizaba. El agua helada se metía bajo mi ropa, despacio, sin afán. La seguí por largo rato, no sé, tal vez una o dos horas, doblando a la izquierda y a la derecha por varias calles. Cuando lo pienso, me siento extraño por seguir así a alguien, pero mi más pura inocencia y curiosidad me invitaron aquel día. Los barrios empezaron a subir de estrato y las casas se volvieron más grandes y lujosas. Los jardines estaban bien podados, las calles limpias y sin autos. El aire helado hacía que el rostro de la chica se pusiera pálido, mientras sus mejillas, nariz y orejas se enrojecían. Sus pecas ya no se distinguían por el frío. Dobló a la izquierda en una de las cuadras elegantes y se detuvo frente a una enorme casa. Subió las escaleras y se quedó en el pórtico, presionando un timbre dorado. Una mujer de ropas elegantes salió a recibirla y la abrazó, dándole un beso en la mejilla. Su madre, supuse. Luego gritó algo hacia adentro, y apareció un hombre, que debía ser su padre, con una toalla y un saco. La saludó con un beso en la frente, la cubrió con sus brazos y entraron en la casa. Me acerqué con cuidado y me asomé en el ventanal lateral. Vi al padre frotando los brazos de la chica con una manta mientras su madre le preparaba una bebida caliente. Todo de película, me pareció.


    De repente, la chica giró la mirada hacia el ventanal y posó sus ojos negros en los míos. Nuestras miradas se cruzaron durante unos eternos segundos. No sé qué sucedió, pero en esos instantes me quedé paralizado, pensando. Cuando recuperé la conciencia, ella seguía mirándome fijamente. Entonces reaccioné y me tiré al suelo, esperando que no me delatara con sus padres. Mi ropa mojada absorbía el agua encharcada, enfriando aún más mi delgado cuerpo, y empecé a temblar. Pasaron unos cinco minutos antes de que, con cautela, levantara el torso y me asomara de nuevo. Ahora la familia estaba en la sala, compartiendo una especie de pudín café pálido y gelatinoso. Un perro se acurrucó junto a un niño, cerrando los ojos como si quisiera sentir el calor de la familia. Aunque no pude escuchar sus conversaciones, vi cómo disfrutaban de su compañía, riendo y abrazándose. Debe ser lindo pasar la Navidad en familia, unidos, sin importar el dinero. Aunque, tristemente, el dinero muchas veces facilita las cosas y disminuye los problemas, sobre todo con una buena educación financiera. Tal vez el dinero sea una medida parcial de la felicidad. Ellos no enfrentaban dificultades, por lo que esa noche de Navidad eran felices. Al menos así lo parecían.La tormenta arreciaba, las gotas caían con tanta fuerza que parecía que arrastrarían todo a su paso. Mis temblores aumentaron y mis ojos se cerraron un poco más por la resequedad que el frío aire provocaba. Hacía demasiado frío para estar fuera. Pero allí estaba yo, mirando mi reflejo en un charco. Pensé de nuevo. La melancolía que aguardaba en mi interior salió, apoderándose de mí como de costumbre. Sería lindo vivir aquello, unos padres que no se violentaran por no soportarse. Los míos nunca estuvieron en paz. No espero que lo estén; tampoco se casaron. Me culpo a mí mismo de estar en medio, si no fuera así, cada uno seguiría su camino y dejarían ese infierno. Aunque les encanta, y su maldición al final fui yo. Todos los días escuchaba sus insultos, y aunque intentaban aparentar ser una familia feliz, nunca lo fueron. Del amor al odio hay un paso, y mis padres eran un claro ejemplo. Una lágrima recorrió mi mejilla, pero la lluvia la arrastró rápidamente.


    Caminé hasta llegar a casa, tres horas después, agotado y casi cayendo al suelo. El vidrio de la puerta estaba roto, y había una botella de cerveza destrozada en el suelo, esparciendo vidrios por todas partes. La casa estaba vacía. Subí las escaleras con los talones adoloridos y me senté en la cama de mi madre, donde encontré un condón usado entre las cobijas y una billetera bajo la cama. La abrí. Encontré allí la identificación de un hombre. No lo conocía. Tampoco me sorprendió. Me despojé de mis zapatos y me dirigí al viejo sofá, donde había dormido los últimos dos años. Pisé los vidrios en el suelo, esperando que el dolor me hiciera sentir que aún estaba vivo. Mi pie sangraba, incrustado de cristales, mientras el suelo se llenaba de sangre. Al fin llegué al sofá, con los pies destrozados. Encendí un porro y fumé, esperando que la droga me permitiera olvidar, al menos por un momento, la realidad que me rodeaba.


Sobreviví otra Navidad. Nadie lo supo.

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