Capítulo 1 - Quiromancia

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Candy

Extiendo la mano con renuencia, y no puedo evitar que me tiemble un poco cuando la anciana la toca.

Trago con dificultad y respiro hondo. No me gusta para nada lo de la quiromancia, desde lo de Anthony siempre he esquivado a las adivinas como si tuvieran la peste.

—Tranquilízate niña, no te voy a comer. Solo te leeré la suerte —dice la anciana mientras me abre la mano.

No digo nada, solo me limito a concentrarme en mi respiración.

Tengo miedo de lo que pueda encontrar.

—Mmjj —murmura para ella, y sin querer mis ojos saltan hacia ella.

Cierro los ojos, lo acabo de decidir. No quiero saber lo que me depara el destino.

—Esto es interesante —repite con su voz arrugada.

—¿Qué pasa? —las palabras salen antes de que pueda detenerlas.

—Hay un gran amor en tu vida, pero...

La imagen de Terry deslumbra como un relámpago en mi mente a todo color, su pelo, su sonrisa, sus ojos. Por Dios, la imagen es tan vívida que me quedo sin respiración.

—No quiero saberlo —sé lo que tuve y aún me duele en las entrañas su pérdida.

Intento quitar la mano de su agarre pero ella no me suelta.

—Hicimos un trato, ¿recuerdas? —levanta una ceja blanca—. Yo me bañaba, si tú me dejabas leerte la mano, yo cumplí mi parte —dice la anciana sin pizca de diversión.

—Lo sé —admito mirando su ajado rostro— y yo estoy cumpliendo con la mía, solo que no quiero saber lo que me depara el futuro. Usted solo léalo y no me lo diga —declaro.

No quiero saber nada, porque mi destino está a miles de años luz del de Terry. ¿Qué sentido tiene saber algo que ya sé?

El corazón me vuelve a sangrar herido.

—¿Pero qué sentido tiene leerte la mano sino te lo puedo decir? —no me mira a los ojos, sigue concentrada mirando mi mano y siguiendo con su dedo las líneas de mi destino.

Un destino que me separa a cada segundo de él. Mi mente vuelve a esas benditas escaleras, a ese último abrazo, a sus últimas palabras que retumban como campanadas en las cavernas de mi alma. Por un solo segundo vuelvo a escuchar el sonido de su voz y toda la vida cae sobre mí.

—¿Estas bien? —me pregunta la anciana.

Mis ojos vuelven a su rostro. Trago seco antes de cambiar de tema.

—El pacto era que me dejaba leer la mano si usted se bañaba, nunca hablamos de que me lo tendría que decir —replico con una sonrisa algo forzada para que no vea como mi alma sufre por dentro.

La anciana agita la cabeza resignada sin despegar los ojos de mi mano.

—Y yo que creía que la necia era yo —rezonga pidiéndome la otra mano.

De tiempo en tiempo me pica el gusanito de la curiosidad por saber que está leyendo, toma todo mi autocontrol no pedirle que me diga de una vez por todas que es lo que tanto lee.

Tal vez si tuviera una pizca de esperanza le pediría que me leyera en voz alta, aunque a estas alturas estoy segura que se negaría a contármelo. Ella es más necia que yo.

Pasan unos cuantos minutos antes que al fin me suelte.

—¿Ya terminó? —pregunto aliviada de que la tortura haya por fin terminado, tratando de descubrir algo en su ajado rostro.

Solsticio de inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora