No sé lo que siento ahora mismo, pero me paraliza el miedo.
Las ganas de gritar me ahogan, de correr aunque mi cuerpo no sea capaz de dar un simple paso.
La necesidad de desnudar mi alma y que alguien me tienda una mano, que se quede, que no desee olvidarme cuando vea que una figura de cristal por muy hermosa que parezca puede romperse en cualquier momento en mil pedazos, pedazos que pueden clavarse cuando tratas de reconstruirla.
Pánico a que se repita la misma historia maldita una y otra vez. A no saber como dejar atrás un pasado tormentoso, ese mismo que un día me miró a los ojos y me ancló los pies a la tierra como si de raíces se tratasen estos.
Los recuerdos se convierten en arenas movedizas, cuantos más los piensas más atrapado quedas entre sus nostálgicos hilos de sensaciones conectadas.
Y ahí... Ahí es cuando todo adquiere un color grisáceo.
El grisáceo de la indecisión, de la frustración, de la desconfianza, de hoy sí, pero mañana quién sabe... Ese que te encadena contigo mismo cada segundo que pasa hasta el punto de desear no haber sido más que algo efímero, que la propia existencia mostrada en una milésima de segundo.