XVIII

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Antes de nada quería pedir disculpas por la tardanza de este capítulo. Sé que no tengo perdón de Dios ni vuestro porque soy un auténtico cuadro. Aún así os ruego y suplico que seáis buenas conmigo. Además quería informaros que este es el ÚLTIMO CAPÍTULO. Así que a disfrutarlo. No os prometo que se venga otro fanfic porque me da miedo no cumplirlo y que me linchéis así que mejor me quedo calladita y os dejo disfrutar.

Mil gracias por leerme y darme todo el amor que me habéis dado siempre. Sois fantásticas. Os llevo en el coranzocito.


P.O.V Inés

Comencé a despertarme, pero me negaba a abrir los ojos. Tenía frío y notaba la cama vacía. Respiré profundamente y pude detectar como el olor de Irene llenaba aquella atmosfera en la que estaba sumida. Era su habitación, su casa, su aroma. Abrí los ojos lentamente intentando que la luz que se colaba por la ventana no me hiciese demasiado daño a los ojos. La cama estaba vacía, como me imaginaba. Presté atención a si oía algún ruido por la casa, pero nada. Cogí una bata bastante abrigada que Irene tenía por ahí y me tomé la licencia de ponérmela. Caminé hacia el salón y vi que estaba todo desierto.

- ¡Irene! –exclamé por si estaba en el baño o yo no la había escuchado.

Nada. Fue entonces cuando percaté de que también faltaban las perras. Miré la hora y até cabos. Estaba paseándolas. Me fui a la cocina y empecé a preparar café. Tenía el estómago cerrado y con mariposas revoleteando. ¿Era posible que Irene Montero haya sido la persona que mejor me había hecho el amor nunca? Absolutamente sí. Mientras estaba sumida en mis pensamientos y reviviendo la noche una y otra vez escuché la puerta y a Irene.

- Shh –mandó a callar a las perra- Calladitas que Inés está durmiendo. Ahora os pongo de comer, preciosas.

- ¿Y para mí no hay piropo? –dijo saliendo de la cocina y provocando que pegase un salto.

- ¡Qué susto! –las perras vivieron hacia mí moviendo la cola y saltando encima- Pensaba que aún dormías –dijo mientras se quitaba el abrigo y se acercaba a mí.

- Me desperté poco después de que salieras.

Ya estaba delante de mí. Sonreía ella y sonreía yo. Colocó su mano en mi mejilla y dejó un suave beso en mis labios.

- Buenos días, preciosa –me dijo con la voz más dulce que había escuchado.

- Buenos días –le respondí.

- ¿Ya has desayunado? –me preguntó mientras se encaminaba a la cocina y yo seguía entretenida con las perras.

- Te esperaba con el café al fuego.

- Así olía tan bien cuando subía.

Las perras se fueron corriendo de mi lado cuando escucharon como su comida caía en los cuencos de metal que Irene les estaba preparando.

- Son unas vendidas tus perras, eh.

- Mira, en eso se parecen a ti –dijo entre risas.

- Irene, Irene María... Tengamos la mañana en paz.

Se acercó a mí en cuanto dejó los bowls de las perras en el suelo y rodeó mi cintura con su brazo derecho.

- Eso. Las mañanas en paz –miro a mis ojos- Y las noches en guerra –desvió su vista a mis labios y los besó.

- Te adoro –le dije.

Comenzó a escucharse la melodía de un teléfono mientras Irene devoraba mis labios. Poco a poco comencé a distinguir la música que emanaba del aparato y, caí en la cuenta, de que procedía de mi bolso. Me separaba de los dulces labios de la mujer que tenía frente a mí y fui a por él. Irene se había encargado de colgarlo en el perchero de la entrada cuando sacó a las perras ya que el último recuerdo que tenía de él era el de haberlo lanzado al suelo cuando comenzamos a besarnos.

Sin pactosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora