El día de niebla

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Era una tardía noche en la utopía, disfrazada con estrellas y lunas reflejadas en los gigantescos edificios y torres de platino y metal cromado, junto con las luces de neón azul, blanco y verde. Dentro de uno de aquellos rascacielos de espejo una puerta se abría, y un hombre entraba a su departamento, diciéndole al Programa que encendiera las luces. Las luces se encendieron un par de segundos después de recibir la orden, como si descifrara un código encriptado. El hombre miró, entre mareado y consciente lo que era su hogar desde más o menos un año: una sala de estar con cómodos sillones y una mesa central, iluminada con una cálida luz amarilla al estilo retro, como tanto se usaba en el Siglo XXI, con un ventanal que cubría todo el extremo opuesto de la habitación y que mostraba el paisaje deslumbrante de luces de neón, torres y edificios que se camuflaban con las estrellas, y el cielo completamente despejado. El hombre le ordenó al Programa que abriera el ventanal, y una brisa de verano invadió el departamento y la mente del recién llegado.

Que buena era la vida en la utopía, no podía negarlo. Tenía el trabajo de sus sueños, le pagaban lo suficiente para vivir bien y derrochar bien, tenía el tiempo de ocio suficiente para distraerse, y sus compañeros de trabajo lo invitaban constantemente a fiestas los fines de semana y a veces entre semanas, donde el hombre se olvidaba por un momento de todo lo demás, y el único mundo que existía era el de él rodeado de sus compañeros, rodeados de buenos tragos y la música ruidosa que interfería agradablemente las conversaciones de la gente con aliento alcoholizado. Ruido, buenas conversaciones, risas y alcohol, lo mejor del mundo concentrado en ese momento.

Entonces debía volver a su departamento, y Adam Wright lo recordaba.

No era feliz.

No era feliz, a pesar de tener el trabajo de sus sueños, el departamento de sus sueños, el ritmo de sus sueños y las oportunidades de sus sueños. Cada vez que Adam Wright llegaba a su hogar a un par de horas de que el amanecer llegara, sentía el vacío en su corazón, una gigantesca mole negra que amenazaba con devorarlo por completo. Un parásito indeseado que venía arrastrando desde muchos años antes de llegar a la utopía. Y ese mismo gran vacío le obligó a decirle al Programa que apagara las cálidas luces retro y se tirara en la cama, mirando el techo sin decoraciones, y entonces recordaba que él ya había sido feliz una vez, mucho antes de haber llegado a la utopía.

Hace años se había sentido completo a pesar de no trabajar en lo que le gustara, o que muchas veces faltara para el pan o para pagar la luz. Era porque a pesar de las dificultades, tenía una esposa que con sólo una sonrisa le borraba toda preocupación. Una mujer que con sus dulces palabras le devolvía todas las fuerzas que necesitaba para seguir intentándolo y surgir en el crudo mundo que vivían. Adam Wright había jurado que un día salvaría a su esposa como tantas veces ella lo había salvado, pero antes de lograrlo su mujer había muerto en un trágico día de niebla, una niebla tan densa que ahogaba con cada paso que daba. Un vehículo había pasado a toda velocidad por el callejón que transitaban, y Adam Wright se maldecía cada día por no haber sido él quien caminaba por el centro del callejón, en vez de su pobre mujer. Se maldecía por quedarse allí, paralizado frente al cadáver de su esposa, casi irreconocible por la deformación del impacto y la sangre que no paraba y no paraba y no paraba...

El auto, camión, camioneta o lo que sea que haya sido no se detuvo ni por un segundo, y se perdió tan rápido como apareció. Adam Wright había perdido todo lo que daba sentido a su vida, y pensó que la utopía solucionaría eso.

La utopía lo había intentado. Sí que había intentado todo para que aquel hombre destrozado fuera feliz. Le dio un buen trabajo de acuerdo a sus méritos y capacidades, lo rodeó de la gente inclusiva característica de la utopía, le dieron a elegir el tipo de vivienda que más le gustara, le presentó personas que se interesaran en él como compañero de vida, le enseñó ocios y comodidades, y lo transformó en un miembro ejemplar de la ciudad. Nada de eso fue suficiente para Adam Wright, quien rechazó toda propuesta de compañeros de vida y se quedó con todo lo demás, incluyendo su eterna tristeza que sentía más fuerte que nunca esa noche de verano. No podía tolerar siquiera el pensamiento de reemplazar a quien amó como nunca antes había amado. Por eso odiaba el fin de las fiestas de sus compañeros, y quedarse solo en ese departamento tan acogedor.

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