¿Qué hay en el ascensor?

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–¿Qué hay en el ascensor, mamá?

–Nada interesante, hija.

–¿Y por qué no podemos pasar a verlo?

–Porque hay cosas que son privadas de la Presidenta.

–Pero...

–¿Pero?

–¿No que aquí las cosas no eran de nadie?

–Bueno, el ascensor es una excepción.

–¿Por qué?

–Porque hay cosas de la Presidenta ahí. ¿Te gustaría que alguien se lleve tus juguetes porque no deberían ser de nadie?

–No...

–Lo mismo pasa con el ascensor, hija.

–Pero quiero verlo...

–¿Y por qué no creas un ascensor igual y ves qué tiene dentro?

–¡No es lo mismo! ¡Quiero ver ese ascensor!

A la madre se le dibujó una sonrisa pequeña, y dio un suspiro. Los niños de hoy en día sí que eran tercos. Bueno, no todos. Llevaba a su otra hija, la mayor, de la otra mano, que tranquila y callada miraba a su alrededor. Se fijaba en los coloridos edificios del centro de la ciudad mientras caminaba, todos llamativos y distintos, con formas estiradas, espirales, algo deformadas, o muy uniformes, reflejando el estilo y gusto de la persona que vivía o atendía allí. Miraba hacia los lados, sin mirar donde caminaba, confiaba en la guía de su madre para eso. Tampoco escuchaba cómo su hermana insistía e insistía en saber más sobre ese ascensor, y a su madre que trataba de calmarla, dándole razones que ella no escuchaba. A ella no le importaba mucho, ella sólo quería tener edad suficiente para hacer aparecer su propia casa, y viendo las que habían en el centro de la ciudad, tenía muchas ideas.

La madre tampoco ponía mucho esfuerzo en calmar la curiosidad de la hija menor, sin decirle qué era exactamente lo que había allí, alimentando aún más sus deseos de saberlo. Ella pensaba que, con la magia a su disposición, ser madre sería una tarea facilísima porque los hijos se entretendrían solos, creando y deshaciendo cosas hasta donde llegue su poder o creatividad. Enseñándoles desde muy pequeños que no podían crear cosas que fueran peligrosas para los demás. Esto se hacía más que nada para evitar que alteraran la tranquilidad de la ciudad, porque por seguridad, todos los ciudadanos llevaban magias permanentes que evitaban que otras magias alteraran su existencia o los dañaran de alguna manera. Con un campo de juegos técnicamente infinito, los niños siempre tendrían qué hacer. Pero ella no consideró que las dos niñas invitarían a sus padres a casi todos los juegos que inventaran cuando sus amigos no estuviesen. Ser mamá era abrumadoramente agotador, pero las sonrisitas de sus hijas al ver cómo creaban cosas más interesantes, y cómo le decían que la amaban hacía que todo valiera la pena.

Sus hijas eran de la primera generación de personas que había nacido en Magia, la ciudad más nueva en el mundo. Ellas y muchos otros más eran de los que habían nacido con la idea de que podían crear cosas de la nada y darles un propósito, a lo que se le llamaba magia. Para ellas eso era lo más normal del mundo y les otorgaba un sinfín de juegos, entretenciones y nada más. No tenían idea que todo su mundo estaba sostenido por ella. El cielo azul claro de atardecer rosa, el brillante sol blanco que parecía pintado con acuarelas, el pasto en los campos, la comida que multiplicaban mágicamente para matar la menor cantidad de seres vivos posible, las estaciones del año, todo menos los seres vivos en la ciudad. Los ciudadanos le estarían eternamente agradecidos a la Presidenta por darles un hermoso lugar donde podían hacer todo lo que desearan, sin nadie que los presionara mientras no alteraran la tranquilidad de alguien más. Había gente que en sus pequeñas tiendas en los edificios del centro de la ciudad mostraba máquinas que hacían fuegos artificiales de patrones y colores hermosísimos, de seres de fuego que se movían, jugueteaban y se desvanecían en el cielo, permitiéndole a la gente verlos, y enseñarles a hacerlos mágicamente si ellos les mostraban algo de igual o mejor creatividad. Otros, más extravagantes, hacían malabares con bolas de fuego, pequeños fragmentos de hielo que se organizaban en distintos animales o formas. Y otros, más naturalistas, criaban en maceteros plantas carnívoras tan inquietas como los niños que las miraban asombrados, o pequeños árboles que si los cuidabas lo suficiente daban como frutas exquisitos dulces.

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