Ciel.

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«¿Cómo crees que se ve el mar?», había preguntado el niño, inclinándose en su ventana mientras extiende sus brazos hacia el cielo azul y claro. Si se estiraba un poco más tal vez podría caer, ese pensamiento lo guió a incorporar su cuerpo tendido en la cama para observar atentamente hacia las acciones de su amigo. Él estaba bien, por supuesto, no era tan descuidado como creía, pero aún así sintió el impulso de reclamar. Además, tenía una sonrisa enorme en su rostro que parecía ser capaz de iluminar la noche más oscura o la habitación más lúgubre. Siempre lo ha pensado, es como el sol mismo.

Si iba a poner una maldita sonrisa en ese rostro, sería para siempre.

Hace unos años, le hubiera interesado muy poco los cumpleaños de sus amigos. De hecho, aún es así, pero no considera a Eijirou solo un amigo más. Darle un objeto material parecía simple, aburrido, prefiere ser recordado, como una experiencia que encienda una risa cada vez que cierre los ojos y lo acompañe incluso cuando no tengan la posibilidad de verse —después de todo, ellos tenían responsabilidades con cada reino—. Guiado por ese deseo, él despierta muy temprano en la mañana, cuando el palacio apenas había comenzado a alistarse para el día.

Katsuki ya estaba correctamente vestido cuando su padre cruzó la puerta de su habitación, informándole que era hora de partir. Hoy pasaría el día con el otro niño, por supuesto. Ellos son amigos de la infancia, han habido cientos de ocasiones como esta. Despierta temprano, toma de la cocina trozos de esos buñuelos que Eijirou adora y los envuelve en un paño justo antes de irse. Antes de darse cuenta, estarían alimentando a las aves que habían hecho un nido en la ventana de su alcoba o jugarían con los perros entrenados en el patio. De buen humor, incluso podrían gastar bromas al personal del palacio.

—Supongo que estás emocionado —dice el adulto, acercándose para peinar correctamente una de las salvajes cejas de su hijo, mientras deja una amorosa caricia en su entrecejo—. Puedes bajar ahora.

Katsuki gruñe y sacude de su rostro el rastro invisible de cariño que su padre podría haber puesto en él. Luego, ambos se reúnen con su madre frente al carruaje. Objetivamente, sus reinos no eran tan lejanos —durante algunas noches, incluso lo visitaba secretamente—, pero siempre insistía en llegar temprano, antes que cualquiera. Más tarde, el niño tendría que atender esas formalidades como príncipe y saludaría cordialmente a cada invitado de la aburrida fiesta de cumpleaños, intentando no dormir hasta que acabe.

El camino hacia el reino de Eijirou no fue tranquilo, mucho menos silencioso, no se podía esperar nada parecido de una familia tan singular. De un momento a otro, madre e hijo comienzan a discutir sobre algunas trivialidades, escalando cada vez más hasta convertirse en una pelea pequeña —el detonante fue algo así como, «no vas a impresionar al príncipe con la camisa arrugada, mocoso» hasta que estalla—. Aún así, el hombre calma a ambos con esfuerzo y es como el tiempo parece avanzar rápidamente. Muy pronto cruzan el ganado de ovejas que siempre estaba allí, indicando que se encontraban cada vez más cerca.

Siempre ha pensado que el reino de Eijirou es bastante distinto al suyo, si se dedica a comparar la cultura y las tradiciones en ambos lugares. Mientras que allí festejaban la llegada de la primavera con danzas tontas —lo cual no los hace menos feroces—, el ritual más célebre en su hogar se trataba de poner en sus rodillas a tu enemigo en la arena. Las historias que se contaban en las fogatas eran distintas, ni siquiera la comida lucía similar. Sin embargo, no es algo que cruce por su cabeza a diario. Tampoco parece ser del interés de alguien, honestamente, ellos se llevan bien, ha sido así por años y lo será en el futuro. Compartir esa diversidad nunca había significado un problema.

Cuando se encuentran frente al palacio no ve inmediatamente al niño, antes de eso las flautas suenan e intentan otorgarles la bienvenida más formal de la que disponen. Hombres y mujeres en faldas decoradas con flores bailan en todas partes, probablemente festejando el hecho de que su príncipe ha vivido durante otro año. Sí, este sitio no era parecido a su hogar en ningún aspecto, pero el tiempo allí nunca había sido exactamente molesto, sino enriquecedor. Aunque nunca dirá que las baladas, la danza y los poemas tallados en las paredes le parecen de alguna manera «enriquecedor».

Ciel | Bakushima.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora