El anillo de Alba

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En el siglo XX, una de las mujeres más ricas de la capital era conocida como Doña Alba, a quien todos apreciaban por su simpleza y generosidad. Si bien poseía una cuantiosa fortuna, la vida no le había concedido la dicha de tener hijos. Era por eso que, siempre que podía, la buena señora ayudaba a los niños que vivían en la pobreza y les hacía regalos.

Claro estaba que, así como contaba con muchos amigos, existían personas muy envidiosas de su riqueza y posición. Algunos hablaban mal de ella a sus espaldas, pero los más descarados, se le acercaban fingiendo ser sus amigos, para ver que le podían sacar.

Pero Alba era inteligente y sabía distinguir enseguida quienes estaban a su lado por interés.

El día antes de su muerte, presintiendo que le llegaba la hora, mandó llamar al cura del pueblo para confesarse y le hizo un encargo muy especial:

—Padrecito, de todo lo que tengo nada me voy a llevar al cielo. Le pido que sea usted quien se encargue de repartirlo entre los necesitados. Disponga de mi fortuna como le parezca y que nadie se quede sin ser ayudado.

El párroco le prometió que así lo haría y al día siguiente se llevó a cabo el velatorio. Doña Alba fue enterrada en el cementerio local, ante los lamentos de la gente que realmente la quería. Justo antes de que bajaran el ataúd a la fosa, uno de los sepultureros había alcanzado a ver el cuerpo, quedándose deslumbrado con el enorme anillo de oro y piedras preciosas que la difunta lucía en uno de sus dedos.

Intrigado, se puso de acuerdo con su compañero para poder robarlo, apenas se retiraran todos del camposanto.

—Un anillo como ese vale una fortuna. Si lo vendemos al joyero, podemos repartir la recompensa a partes iguales y despedirnos de este trabajo miserable. ¡Yo ya me cansé de enterrar muertos! —le dijo, al ver que dudaba.

Finalmente se hizo de noche y acudieron los dos hasta la tumba de Alba, ansiosos por desenterrar el ataúd. Cavaron por horas hasta encontrar nuevamente el féretro. En su interior, la muerta lucía realmente espeluznante y por un segundo, un terror mudo se apoderó de ellos.

Rápidamente, el primer sepulturero fue a tomarle la mano para coger el anillo. Pero estaba tan engarrotada, que era imposible deslizarlo fuera de su dedo.

—¿Qué pasa que no se lo quitas? Dentro de nada va a amanecer y nos van a agarrar aquí.

—¡Quítaselo tú, que yo no puedo! Tiene la mano tan dura que hasta parece que no lo quiere soltar.

En efecto, trataron desesperadamente de quitarle el anillo sin éxito, hasta que no les quedó más remedio que cortarle el dedo. Ya verían después como extraer la joya.

A toda prisa, volvieron a llenar la fosa y entonces corrieron a la salida del cementerio. Pero de ahí no pasaron, pues de pronto uno de ellos dejó escapar un grito de horror que despertó a todo el barrio.

Por la mañana solo encontraron a uno de los sepultureros, encogido en la puerta del cementerio, pálido y tartamudeando. Su compañero había desaparecido. No se sabe a ciencia cierta que ocurrió con él.

De acuerdo con el pobre diablo, estaban a punto de salir cuando se les apareció la imagen terrorífica de Doña Alba, señalándolos con la mano en la que habían amputado un dedo. El mismo que su amigo mantenía guardado en el bolsillo. Había sido él el de la idea de interrumpir el descanso de los muertos, y todo por su desmedida codicia.

Acaso esté con ella, compartiendo la sepultura.

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