Los Abisales. (1/2)

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He vivido por muchos años cerca del mar, mis padres han sido pescadores y los padres de ellos también. Seguí con esta tradición en mis años más tiernos hasta llegar a la adolescencia, pues mi procreador decidió terminar con esta tradición y ofrecerme un mejor futuro mandándome a la universidad. Debido a mi afición por las actividades marítimas y a un macabro hecho que a continuación narraré, fue que no dudé en estudiar Biología Marina.

Viajábamos temprano desde nuestra humilde residencia a orillas del río San Guadalupe, mi padre no pudo ir a ese viaje con nosotros, había contraído una extraña enfermedad en la piel por el contacto con algunos peces contaminados. Para ese viaje iban sus dos ayudantes y mi difunto hermano Jonás. Aun no salía el sol cuando en la embarcación de mi padre (una lancha de motor llamada "Perdita") uno de los ayudantes gritó al mando del bote que parara. Había visto un gorgotear cerca del peñasco que subía al oeste. Impulsados por los aspavientos del marinero, cogimos la red para pescar entre mi hermano y yo, después el otro ayudante; un flaco mulato de nombre Natividad, nos ayudó para lanzarla sobre el burbujeo efervescente que se formaba en el agua.

Apenas y las primeras líneas de claridad se asomaban cuando la red se sumergía sobre la negrura del río. No recordaba en mi muy breve experiencia como pescador hasta entonces, haber visto una cosecha tan pronta y sencilla. El único tripulante que no lucía extasiado era quien avistó el singular hecho. Un viejo pescador apodado Charales, en su cuarteado y bronceado rostro se dibujaban los pliegues de una angustiada expresión, algo no iba bien; pero nosotros no reparábamos en ese hecho, solo pensábamos en regresar pronto a casa.

Cuando determinamos halar la red para recolectar el botín, advertimos cierta resistencia del producto. Entre los cuatro tripulantes y con un extra de fuerza logramos trepar la red cargada de animales al "Perdita". Como nunca vi, al abrir la malla, los pescados se desparramaron a lo largo del suelo de la lancha. Brillantes y plateados cuerpos se contorsionaban en busca de volver al agua. Escaneaba la hermosa alfombra de pescados que copaban el bote, cuando con horrible espanto, un pez amarillento desentonaba de forma inquietante y obvia ante el asombro de nuestros semblantes.

Al principio pensé que era un pescado de dimensiones superiores, de naturaleza horripilante y diferente a cualquier especie que haya visto. Después pude apreciar que su volumen no era siquiera similar a las especies conocidas que habitaban el río Guadalupe; el color de este extraño objeto era amarillezco, tenía forma semi-redonda y poseía facciones inquietantes. Ojos acuosos y enormes llenaban casi todo el frente, resultaba imposible observar su mirada, pues esta producía horror y nausea. Unos labios carnosos e inflamados colgaban de forma antiestética, dejando a la vista una hilera de finos y afilados dientes. Puedo asegurar con soltura que era una cabeza decapitada, algunos pescados aún se alimentaban de la carne expuesta en el cuello cercenado.

El abominable rostro causó profunda impresión en mi hermano Jonás, no soportó la inerte mirada del extraño espécimen; con torpeza y asco tomó la cabeza por donde se suponía habría orejas y la devolvió al mar. Escuché el chapoteo seco que produjo el peso del objeto, salió a flote y comenzó su lento recorrido cada vez más lejos de nosotros. Por dentro sentí gran pena de privarme de tan inaudito descubrimiento que, como reacción natural y casi instantánea, salió de lo más profundo de mi estómago, un sonoro y colérico: "¡MARICÓN!". No recuerdo si él me contestó algo, seguramente lo hizo; el hecho aquí es que jamás aceptó que fuera una cabeza o algo extraordinario, sostenía que era un espeluznante pescado, y que la fealdad del mismo le provocó tanto pavor que prefirió arrojarlo de vuelta al mar, a seguir siendo alimento de los atunes.

No pude borrar de mi mente ese vil rostro de pez, que cuando estudié mi carrera traté de conocer las muy diversas especies existentes en la fauna marina, tratando de encontrar alguna que tuviera similitud con la atrapada esa mañana en el río San Guadalupe. Devoré libros, investigué en bibliotecas especializadas en marítima y excursión náutica, escarbé en los recovecos de la fauna marina documentada y poco estudiada. Nada similar a esos ojos enormes y con poca separación en la parte de enfrente de un rostro semi-humano.

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