people

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capítulo 4: people.

Día tórrido. Madrid, rey del silencio. Y la calles se movían a su alrededor, a veces las sentía como almas en pena, y otras, era ella la que vagaba realmente sin rumbo. Porque sí, se había perdido en Madrid, por mil y un laberintos que parecían siempre acabar en el mismo lugar. Aquel. Y aunque intentaba encontrar una salida. Un rincón donde respirar, sus piernas siempre buscaban aquella plaza. Vaya pesadilla. Era como correr con una bestia detrás, como estar al filo de un precipicio sin paracaídas, la decepción de los días nublados que la habían perseguido hasta allí. La realidad era que huía de la tempestad. De la soledad. Del vacío de aquel piso. De las luces que se reflejaban en los cristales de su ventana y le hacían recordar. Y allí, se había encontrado de nuevo. Pero no a sí misma, sino a alguien que no alcanzaba a comprender del todo.

Tal vez simplemente se trataba de una negativa propia. Siempre había sido bastante cabezona, y tampoco le gustaba admitir las cosas cuando estas dolían. Así que se había callado. Había dicho que le daba igual fingir. Que todo estaba bien. Que lo tenía todo. Que París era sueño. Y en parte, no estaba mintiendo. Porque París sí que era un sueño.

Era solo... que a veces quería despertarse y verla a ella.

Pero no. Entonces la realidad se convertía en  pesadilla. La impotencia de saber que lo había perdido. Que había ganado una cosa pero había perdido otra. Era una mitad. Y aunque todo el mundo en Francia decía que las personas éramos naranjas enteras, Amelia no lo sentía del todo así. A veces hay algo que nos completa.

Ella sabía perfectamente qué era ese «algo», o más bien «alguien», o alguien que tiene algo.

Y eso no lo entiende nadie. Era, al final, un sentimiento que no podía explicar. Y lo intentó en aquella carta. Pero tal vez, no lo hizo del todo bien.

Al final, nunca es suficiente. Y ahí es cuando empiezas a sentir que te has topado con un muro, y que lo único que estás haciendo es darte cabezazos contra él con la esperanza de que, algún día, se rompa.

— ¡Amelia! — Como si el universo la estuviese escuchando, oyó aquella voz antes de doblar la calle. Un traqueteo de tacones. Amelia trató de tragarse el nudo de su garganta antes de darse la vuelta y mirarla.

— Chica, por fin te veo—dijo María, ahogada por la carrera que se había pegado para alcanzar a su cuñada. María no había cambiado nada, a pesar de ser la más distante de todos.

— ¿Qué?, ¿No pensabas saludarme ni nada? —preguntó, un tanto en broma, otro en serio. Lo cierto era que María solía fiarse bastante de su instinto, porque aunque se había equivocado muchas veces, estaba acostumbrada a acertar. Y allí pasaba algo. La forma en la que todos se dejaban las frases a medias cada vez que entraba en una habitación; los cambios de tema... la ausencia. El silencio.

Esas cosas solamente reinaban en su casa exclusivamente cuando sucedía algo. Y ella no era tonta, pero mucho menos, le gustaban las verdades a medias.

— ¿Qué pasa?, ¿Mi hermana no te ha dicho nada?

Amelia torció los labios. Volvió. Era actriz, pero si era sincera, nunca se le había dado muy bien jugar al póker.

— Sí... sí—reaccionó al fin, lanzándose a abrazarla. Al final, era su vida. Era su familia. Y por mucho que le costase fingir que las cosas estaban bien, seguía teniendo ese cariño natural por ellos. Ese que no se crea ni se transforma, simplemente que permanece. Porque hay personas que te tocan el corazón y dejan huella. Y por mucho que lo intentes, esas marcas son para siempre. O tal vez, han estado ahí desde el principio, predestinadas a encontrar un destino, y mucho menos ahora, van a marcharse. Y eso era lo que le pasaba a Amelia con Madrid. Y ya había aprendido la lección varias veces: había intentado marcharse, pero su corazón siempre permanecía allí.

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