tantos días

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capítulo 3

Amelia sabía que no se había ido con la palabra en la boca.

— «Vente».
— «Quédate».

Aún resonaba en su cabeza la voz de Luisita. Y aquella noche, en el tren, soñó con ella. Soñó que se despertaba y estaba a su lado, en el asiento. Soñó que dormía y que escondía la cabeza en su hombro igual que hacía cuando estaban juntas. Fantaseó con su aroma, con sus ojos castaños: llenos de vida e inocencia, incendios de nieve y calor. Soñó con quedarse, en Madrid. Soñó con una vida imposible.

Pero los sueños son solo eso, ¿No?, realidades utópicas, eso que por mucho que estiremos la mano, jamás podremos alcanzar.

No miró atrás al dejar la plaza de los frutos, porque no pudo. Suficiente tenía con imaginarse a Luisita viéndola marchar; con recordar su mirada, llena de pena. Pena y orgullo. Porque aunque no habían ganado, se habían arriesgado. Y si alguien le preguntase a Amelia si se arrepentía, si merecía la pena tanto dolor, Amelia estaría segura de la respuesta. No lo cambiaría por nada. Aquel tiempo, aquella familia. A ella. Al amor de su vida. Iba a quererla siempre, y eso era algo que había asumido desde el primer momento que asimiló su sonrisa. Que Luisita Gómez no era solo la camarera amable del King's. Imposible.

— Perdona, ¿Está ocupado?— Amelia abrió los ojos para encontrarse con un hombre de unos sesenta años frente a ella. — Siento si te he despertado, de verdad.

Amelia se fijó en él, en sus ojeras tristes; en el traje que llevaba y en el bastón que acompañaba su paso. Quitó su abrigo del asiento contiguo y negó: — No, no estaba dormida. Solo ensimismada. No se preocupe, siéntese.

— Gracias, señorita... si es que yo estaba en el otro vagón, pero hay una compañía de artistas bastante ruidosa y casi no puedo escuchar mis propios pensamientos—. A duras penas, el señor logró sentarse a su lado. Dejó su bastón contra la mesa y respiró hondo. Poco duró su atención. La noche caía sobre los de secarrales de las afueras de Madrid. El cielo, lleno de estrellas libres de la cosmopolita. Amelia suspiró. No había cosa que odiase más en aquel mundo que no poder compartir su realidad con Luisita: Las calles de París, todas llevaban su nombre. Era la ciudad del amor. Pero su amor estaba a más de mil kilómetros de distancia. Bendita ironía. Y ella iba allí, dejándolo todo atrás para perseguir un sueño bohemio que ni si quiera le parecía importante en aquellos instantes.

¿Estaba cometiendo el mayor error de su vida?

— ¿Te dejas a alguien en Madrid? — Otra vez esa voz. Amelia miró al señor y no pudo ni responder. ¿Todo tenía nombre propio?

— Ese silencio es que sí. Yo me dejo a mis hijos, pero ya son muy mayores para necesitarme. Están casados todos. Aunque me voy contento, porque aún no tengo nietos. Eso sí que me habría dolido en el alma.

Amelia sonrió, por primera vez y casi sin darse cuenta, en lo que llevaba de noche.

— La verdad es que sí... me dejo a alguien en Madrid. Bueno, no solo a alguien. Me dejo a muchas personas allí.

— Pero siempre hay alguien más importante que el resto, ¿verdad?—dijo suspicaz. Amelia asintió, irónicamente. Luisita. Su nombre volvió a resonar en su cabeza. Menos mal que no le habían cobrado el billete por dos, porque en ese asiento viajaban ella y el nudo que aprisionaba su garganta.

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