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Nie MingJue contempló el brazalete encima del cojín de terciopelo rojo. Era una pieza exquisita, de oro antiguo, con flores grabadas a todo lo largo y ancho de su superficie. Peonías. La flor de la belleza. Y de algo más.

Un gruñido escapó de sus labios. Hoy sería el último día. Lan Qiren había sido claro: Meng Yao ya no era un niño. Esta noche, su humano se convertiría en adulto y, según las leyes de los monstruos, ningún humano podría conservar un monstruo al llegar a la mayoría de edad.

Ocho años. Habían transcurrido ocho años desde esa primera noche en que Nie MingJue entrara en el cuarto demasiado estrecho y descubriera que su humano era demasiado pequeño, demasiado frágil, demasiado... precioso.

Extendió una mano y acarició el borde del brazalete con una uña negra.

Le costó casi un mes encontrar el obsequio correcto. Era un regalo de cumpleaños; pero también de despedida.

Por supuesto que estaba violando las reglas. El humano, al pasar de la niñez a la adultez, debería perder todos los recuerdos de su monstruo; pero Nie MingJue no podía resignarse a que Meng Yao lo olvidara.

Cerró la mano, retrayéndola y frunció el ceño. No debería de desear ser recordado. Era su primer niño solamente... y sería el último. No permitiría que volvieran a asignarle una criatura que precisaba ser protegida, que podía sonreír en medio de cualquier crisis, que tenía sed de aprender, que crecía y maduraba ante sus ojos, convirtiéndose en una flor exquisita, delicada, resistente... No quería tener otro niño.

El pesado sonido de las campanas reverberó bajo los techos abovedados. Era hora de irse.

Tomó el brazalete y lo envolvió en un pañuelo de seda. Por un segundo, contempló las líneas grabadas en el interior de la joya – unas líneas que su niño no vería porque aun estando hechas para sus ojos, no le estaban destinadas.

El mundo de los monstruos tenía reglas – demasiadas reglas – y una de ellas era nunca enseñarle a un humano el lenguaje secreto, nunca entregarle un objeto con magia. Nie MingJue violaría una regla más esa noche; pero Meng Yao valía la pena.

Mientras recorría el pasillo – en silencio, sin bufidos, ni estrépito de botas y cadenas – ChiFeng-Zun rememoró una noche un año atrás.

Sentado en el suelo del nuevo cuarto de Meng Yao, con libros y cuadernos abiertos ante ellos, Nie MingJue contempló al adolescente dormido, la cabeza en su regazo. Era hermoso como un copo de nieve, como una gota de lluvia, como el brillo que resbalaba en el filo del sable. Y entonces, lo supo: se había enamorado de su humano.

Era demasiado joven entonces; pero igual, Meng Yao siempre será demasiado joven y Nie MingJue no podría decirle nunca lo que sentía, cómo sentía.

Los monstruos tenían demasiadas reglas. Una de ellas, era que solo existía un ser para cada monstruo, un destinado, una criatura capaz de leer un mensaje escrito con magia solo para ellos. Un humano, por supuesto, nunca sería el destinado de un monstruo.

Presionó su mano en el símbolo y atravesó el portal.

Meng Shi y su hijo se habían mudado hacía cosa de dos años, cuando finalmente la señora Jin localizó al último hermano de su hijo y les convenció de mudarse más cerca de la casa familiar. El pequeño XuanYu vivía con la familia, ya que su madre había muerto cuando apenas tenía cinco años. Meng Yao se había quedado con su madre en el nuevo departamento. Desde ese momento, las cosas habían mejorado para el chico y su madre. Nie MingJue había estado feliz por él; pero también había comprendido que su tiempo juntos tocaba a su fin: los miedos se esfumaban de la vida de Meng Yao y un monstruo ya no sería necesario.

Desventuras de un monstruoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora