IV. Ceguera.

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Duodécimo mes, octavo día de aquel año en el que los llantos lúgubres reinaban. Ninguna época cercana a la actual, eso seguro; pero tampoco alejada más de un siglo de nosotros.Los estallidos de pólvora eran los sustitutos de las risas infantiles, resonantes en las calles de Guanajuato como los suspiros que emite el batir de las alas de una mosca. Tanto el pastor como su familia lo sabían; sabían que esos pequeños estallidos en la distancia no eran fuegos artificiales, sino el sonido que precede al gritar de un alma que escapa de su prisión de carne y hueso. Tanta paz que llevaba el conformismo, ¡arrancada de cuajo por una banda de salvajes disfrazados de liberadores de la nación! "Asquerosos cazadores de sueños", los llamaba el pastor, al tiempo que escupía frente a los pies de su mujer, quien abrazaba su vástago como tratando de protegerlo ante tal ira paternal.

El gobierno de don Porfirio siempre trajo disgusto, pero el pastor se consideraba inmutable ante ello. Sin embargo, su mujer siempre lo escuchaba maldecir el nacimiento del presidente, durante aquellos momentos en los que desechaba su devoción y se hundía en el sopor del fruto de la vid, o incluso cuando –aún en ese estado– arrancaba las ropas de la señora y drenaba todo remanente de pureza con su sudada y arrugada piel. El pastor nunca fue un hombre de bien, sin importar cuántas veces lo espetase ante los feligreses que veía por las terrosas calles de su hogar natal, o a la cara de su misma mujer. Oh, la cara de esa pobre señora, tan desdichada y desconsolada; como un perro que fue separado de sus amos,o un niño que nunca tuvo un abrazo en su vida.

La mujer sufría anhedonia, un trastorno desconocido en ese entonces. Su sonrisa, otrora brillante como fuego de hoguera, se ocultó tras una nube oscura y atemorizante, que amenazaba con escupir indiscreciones y maldiciones con la más mínima mirada a sus vacíos ojos. No disfrutaba de nada ya. No cantaba más, no bailaba más, no reía más. A la mujer le había sido arrebatada toda sensación de placer mundano. El hecho de tan siquiera respirar era una terrible tortura para ella, una carga que nadie querría llevar. Sentía los pulmones, el pecho y el cuerpo pesado en general; se sentía como un montón de carne vacía, un receptáculo para la felicidad roto y corrompido. Y peor aún era el asunto: sin saberlo, su propio hijo nació con tal padecimiento, como una maldición pasada al vástago.

El muchacho nació como todos: llorando y con los ojos cerrados. Pero al abrirlos, no eran diferentes a esos ojos llenos de llanto, esos ojos que rogaban por la muerte apenas nacer,que pedían a gritos volver a la paz de la oscuridad; esos ojos que rogaban ser liberados de este mundo cruel. Y así creció. Con una cara sumida en las sombras, unos ojos carentes de brillo, y una fragancia mortecina que no se iba ni con treinta baños. Un digno engendro de esa señora oscura, vástago de la más pura tristeza. Das pena, pensaban la mujer y el muchacho de sí mismos. O, ¿tan siquiera eran ellos quienes hablaban en sus mentes?¿Cabía la posibilidad de un ser sádico habitando en sus mentes? Un ser con ojos de araña y garras de oso, un arma psicológica cuya única función es matar. Y su primera bala fue para la madre del muchacho.

Duodécimo mes, noveno día de aquel año en el que un alma escapó de este mundo. Un alma que no lo merecía, un alma que había luchado con todo hasta que, finalmente, la criatura de su mente le propinó un disparo mortal al corazón. La cuerda alrededor de su cuello, tensada por el amarre al campanario de la iglesia, impedía el paso del oxígeno a su cerebro, provocando la muerte súbita. La noche anterior, la campana había comenzado asonar de forma irregular, extraña, lúgubre; como si un borracho estuviese tocándola. Nadie supo hasta llegada la mañana que, en realidad, la causa era el peso del cuerpo de la madre,que colgaba inerte de la campana, como si fuese su mórbido responsable.

"Mira fijo a tu madre", le espetó el padre a su hijo, quien observaba aquel espectáculo horripilante en lo alto de la iglesia. Su madre al fin se había rendido ante sus demonios internos, y se preguntó si debía rendirse también. Escuchó la eufórica risa de su padre,quien clamó haber matado al anticristo, el más malvado habitante de Guanajuato. La gente de alrededor, quienes hasta entonces tenían una expresión de asco en sus rostros, dieron paso a la ceguera de sus mentes y aplaudieron los actos del pastor. El arrugado hombre,cuya risa no se iba, fue cargada en hombros hasta la taberna más cercana, dejando a su hijo–y sus creencias, de paso– atrás.

El muchacho, ya a la noche, después de haberse pasado toda la tarde llorando y pasando el filo de una navaja por sus muñecas, encerrado en su habitación, escuchó cómo la puerta dela gran iglesia se abría. Rápidamente, bajó las mangas de su camisa y se acostó en su cama,fingiendo dormir. Su padre entró al cuarto, expulsando un aliento de alcohol que casi pudría la tela de las mantas con las que se cubría el chico. Se paseó por la estancia, eructando e hipando, cuando pisó algo de una textura líquida y viscosa. Sangre virgen, sangre joven,sangre de su vástago. Lo habían atrapado.

¿Tú también?, le preguntó el anciano, al tiempo en que su joven hijo se echaba a llorar en silencio, derramando lágrimas sobre el colchón relleno de paja. El hombre, sonriendo, no disimuló su borrachera o su ira, golpeando con enorme fuerza la costilla de su hijo. El muchacho se dobló por la cintura con un quejido, abrazando la parte dañada. Para ser un viejo anciano, golpeaba fuerte, y no se detuvo. Siguió con los muslos, su nuca, su espalda y, finalmente, sus partes blandas. El muchacho ya sollozaba a pleno pulmón, y por poco no oyó cuando el hombre, su mismísimo padre, lo condenó a muerte en cuanto saliera el sol. Y después, salió por la puerta con paso galante.

Pasaron varias horas hasta que el muchacho reaccionó. Pensó que se había quedado dormido, pero, en realidad, tan solo estaba llorando como un desgraciado. Entonces,decidió no quedarse de brazos cruzados. Se sobó en donde se debía, se quitó la camisa y se puso unos destartalados calcetines, para después salir en total silencio de su habitación,hacia la sala de misa. Ahí, miró detrás del atril justo delante del altar. En uno de los pequeños estantes disimulados de su interior, estaba la posesión más preciada del pastor:una cruz dorada adornada con gemas y brillantes de todo tipo, alta en valor monetario. Pero eso no era lo que le interesaba al muchacho, sino la parte de abajo del objeto, que tenía una punta lo suficientemente afilada como para atravesar un esternón humano. Era como una estaca dorada sagrada, corrompida por las malas intenciones.

El muchacho entró en la habitación de su padre, quien dormía la borrachera a pierna suelta.Estaba boca arriba, sudado y completamente desnudo. La vista de su decrépito cuerpo aumentó la ira del chico, quien estaba decidido a vengar a su madre, sin importar quien fuese su verdadero asesino: si la criatura de oscuridad, o ese pastor corrompido por la malicia. Dio unos lentos y silenciosos pasos hacia su padre, empuñando la cruz con la punta hacia abajo; y cuando estaba a la misma distancia en la que el hombre había estado de él unas horas antes, alzó la cruz por encima de su cabeza, tomándola con ambas manos, e hizo descender la punta en el pecho de su padre con fuerza, perforándole el corazón.

El hombre se agitó por unos instantes, jadeando y escupiendo sangre, pero se quedó completamente quieto después de unos segundos, sin fuerzas para luchar. Y en su mente moribunda, mientras su propio hijo escapaba corriendo hacia otro lugar que no fuera aquel,y la cruz marcaba, de manera vulgar, la tumba de aquella pobre mujer que él mismo mató indirectamente, se formó la idea que siempre había tenido grabada en su mente: el juicio de su muerte. Era como una habitación sin paredes, pero con un techo que acaba justo encima de su cabeza. No había sonidos, pero sí un olor a muerte y lágrimas, junto con un fuerte brillo negro enfrente de él. Una llama negra, de la cual emanaba un llanto con la voz de su difunta mujer. Era el alma de su querida esposa, corrompida por la tristeza. Una voz, fuerte y poderosa, se escuchó desde arriba. La voz de Él.

"Luchaste con valentía por mucho tiempo", dijo El Grande, "pero te rendiste antes de concluir tu lucha. No te mereces el Infierno, pero tampoco el Paraíso. Sin embargo,mereces paz. Descansa, hija mía". Y el alma de su mujer, antes negra, desapareció con una luz blanca. Fue bendecida con la paz en la luz traicionera, la luz que aparece en la muerte.Y la voz se dirigió al hombre: "Tú creías que eras mi sirviente, mi fiel; pero solo eres un cerdo asqueroso que se merece lo que le pasó. El Infierno es demasiado bueno para ti", y el alma del padre fue condenada a la oscuridad eterna.Esa oscuridad, por infinita y tortuosa que fuera, no era diferente a la ceguera que tenía al padre obcecado. No era diferente a esa criatura oscura, quien se presentó ante él. "¿Tristeza, dices?", fue lo último que se escuchó antes de que ambos, tomados de la mano, se desvanecieran en una última nube de polvo oscuro de luto. Ciegos ante la tristeza,la muerte y la locura, su condena eterna. Por siempre, obcecados. Por siempre, ceguera.

Estrellas caídas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora