(cap 4) yo lo vi morir

160 10 2
                                    

Por primera vez en muchos años, aquella noche Karol volvió a tener el mismo sueño, un sueño que había deseado no tener nunca más, pero debía haberse imaginado que el regreso de Ruggero Pasquarelli, y el recuerdo siempre cambiante de la noche en que murió, le causaría pesadillas recurrentes.

Había perdido la habilidad de separar la verdad de sus sueños. Hubo un tiempo, cuando tenía poco más de veinte años y estaba en su mismo curso en Bennington, en que las pesadillas crecieron hasta niveles incontrolables y finalmente se decidió a buscar ayuda. El terapeuta le sugirió que anotara sus sueños y todo lo que recordara de la noche para, a continuación, compararlo. El esfuerzo acabó en fracaso estrepitoso. Había llegado hasta tal punto que dudaba de todo lo que debía recordar; realidad, memoria y pesadillas se mezclaban formando una espiral psicodélica. Al final, sencillamente, aprendió a olvidarse de aquella tarde, negándose por completo a pensar en el asunto. No había manera de entenderlo, de saberlo que en realidad ocurrió aquella noche. Ni siquiera estaba segura de querer saberlo. Tan sólo quería librarse de los sueños. Y así fue; hasta que un hombre que afirmaba ser Ruggero Pasquarelli había surgido de una insólita tormenta volviendo su vida patas arriba.

El sueño empezaba igual que siempre. Estaban en la antigua casa Edgartown, en Godric’s. Era de madrugada, pasada la medianoche, y ella dormía en una reducida habitación de la zona posterior de la casa, encima de la cocina, parte de la cual solía estar destinada a las habitaciones de los criados. Pero en verano Minerva y Dom dormían en un piso sobre el garaje, y esas habitaciones habían sido transformadas en pequeños y acogedores dormitorios. Karol dormía en uno de ellos. Por aquel entonces tenía casi catorce años. Les había oído discutir, el ruido traspasaba el techo y las paredes, pero no se tomaron la molestia de bajar el volumen de sus voces. Ruggero debe de haber hecho otra de las suyas, pensó medio dormida, tapándose la cabeza con la almohada.

Ruggero la llevaba por el camino de la amargura; era un niño mimado y egoísta, un completo salvaje. Hacía llorar a su tía, martirizaba a sus primos, y provocaba a Karol con una combinación letal de intimidación fortuita y encanto seductor demasiado fuerte para que una joven lo soportara. Y ella no sabía con seguridad qué era lo que más detestaba: su encanto o sus intimidaciones.

Le oyó entrar en su habitación. La misteriosa luz de la luna, que entraba a raudales por la ventana desprovista de cortinas, recortaba su silueta y le hacía parecer más alto, casi tanto como un adulto. Estaba en su tocador revolviendo entre sus cosas.

—¿Qué estás haciendo? —se volvió al escuchar su voz, pero Karol no había logrado asustarle.
—Me largo de aquí, Karol—había dicho con voz extraña—. Necesito dinero.
—No tengo dinero.
—Pero tienes esto. —Llevaba un puñado de joyas de oro en una mano, y ella se incorporó, ahogando un grito de protesta en su garganta.
—No puedes coger eso —dijo ella—. Son regalos de tía Sam. Oye, intentaré conseguirte algo de dinero... —Ruggero cabeceó.
—No tengo tiempo. Ya te comprará más. A mi madre nunca le ha importado comprar cariño a golpes de talonario. —Su voz era fría y amarga.
—Déjame al menos la pulsera de colgantes. —No debería haber se permitido esa debilidad. Cada año Sam añadía un colgante nuevo a la pulsera, algo cautivador y original. Simbolizaba sus años en la familia Pasquarelli y era su posesión más preciada.
—No puedo. Lo siento, Karol. Si eres sensata, te largarás de aquí cuando tengas edad suficiente para hacerlo. Te destrozarán. —Le parecía extraño y distante, como si ya se hubiera ido.
—Es mi familia —protestó ella. Y de inmediato se arrepintió de sus palabras. Ruggero se acercó hasta su cama, proyectando su sombra sobre ella.
—No, no lo es —dijo él—. Y debería alegrarte. Hunden a los suyos en la miseria. —Ruggero extendió la mano y acarició su rostro a la luz de la luna.
—¡Es una lástima que no te pueda llevar conmigo, Karol! —exclamó él—. Pero me complicaría la vida tener que responsabilizarme de alguien tan joven. Cuídate mucho. —Y la besó.

el regreso de ruggero pasquarelli Donde viven las historias. Descúbrelo ahora