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          Él era exactamente como sus ojos. Oscuros, aparentemente impenetrables e impasibles. Ojos que de vez en cuando observaban extraviados, o lanzaban miradas fugaces con un aire de secretismo. Pupilas inexistentes, fundidas en un iris como un charco nocturno insondable. Él era así. Como un muro que me recordaba lo incapaz que era de ver el otro lado. Una pared negra que se me aparecía en sueños. Hasta que comencé a apreciar su oscura mirada como un infinito en el que hacía falta entrar con luz para ver algo. Sus ojos eran un fondo, un túnel eterno e ilimitado, un universo con las estrellas apagadas. Y de vez en cuando, en ese manto negruzco, brillaba alguna que otra chispa perdida. Pensé en atravesarlo. Pero pronto me percaté de que yo carecía de ese fuego necesario para entrar en él. Yo también tenía los ojos negros. Era otra galaxia fundida.

𝗗𝗲𝘀𝗰𝗮𝗹𝘇𝗮Donde viven las historias. Descúbrelo ahora